PINTORESCA HISTORIA DE DUENDES EN UN MANUSCRITO DEL OBISPO SALAZAR Y GÓNGORA
En un articulillo anterior donde intentaba trazar una semblanza del obispo motrileño Salazar y Góngora, decía que a su muerte dejó en herencia al Palacio Episcopal una rica biblioteca. El calificativo no aclara demasiado. En realidad aquella librería, como la llamaba el prelado, contenía volúmenes curiosísimos y únicos. Entre estos se encontraba un manuscrito titulado Casos raros ocurridos en la ciudad de Córdoba y en él, junto a vidas de personas notables, prodigios de habilidad o fuerza, incendios, homicidios, monjas de conducta irregular y todo cuanto en su tiempo despertó la curiosidad de una ciudad que no tenía demasiados temas de conversación, encontramos una historia de duendes verdaderamente insólita por cuanto el fantástico protagonista se aleja mucho del que solemos conocer por los cuentos leídos sobre los mismos o aquellos que oímos en la infancia en la tertulia familiar al calor del brasero durante las noches invernales. Esto, los que tenemos alguna edad, porque los más jóvenes me temo que disponen de otros medios de entretenimiento: los teléfonos móviles, tabletas y demás artilugios están reduciendo la comunicación familiar a su mínima expresión.
Los duendes cuyas historias oímos o leímos de pequeños eran unos seres de minúscula estatura que solían vestir de rojo con gorro cónico o capucha, traviesos, serviciales a veces, otras malhumorados y vengativos. Igual podían emplear la noche en cocerte el pan o plancharte la ropa, que te soltaban un sopapo si algún acto tuyo les desagradaba. A ellos se achacaban los ruidos nocturnos en las casas o la rotura inexplicable de cualquier utensilio doméstico. Gustaban de esconder tesoros bajos los cimientos o el pavimento de las casas, pero si alguien los buscaba y lograba encontrarlos, al momento el oro se convertía en carbón. Disponían de capacidad para colarse por el más estrecho agujero, volverse invisibles o visibles a placer y hasta habitar, cuando se les antojaba, incrustados en las paredes.
Asegura Corominas que la palabra deriva de la expresión “dueño de la casa”, que se abrevia perdiendo el artículo y apocopando “dueño” con lo que queda como “duen de casa” y, finalmente, “duende”. Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, publicado en 1611, dedica a estos geniecillos un largo artículo afirmando que el duende “es algún espíritu de los que cayeron con Lucifer, de los cuales unos bajaron al profundo, otros quedaron en la región del aire y algunos en la superficie de la tierra”, con lo que quedarían asimilados a los diablos, aunque a pesar de su credulidad admite que: “algunas burlas han querido hacer personas traviesas, o por entretenimiento o por querer infamar las casas que no haya quien las alquile y las vivan ellos de balde, pero suele costarles caro, como aconteció en Toledo a uno que se hizo duende, a quien castigó ejemplarmente don Diego de Zúñiga, corregidor de aquella ciudad, habiéndole hecho a él primero muchas burlas”. (Como habrá advertido el lector utilizo una edición moderna en que se han actualizado grafía y puntuación: concretamente la de Felipe C. R. Maldonado y Manuel Camarero).
Sobre duendes han escrito mucho los autores de literatura fantástica y folkloristas. No faltó tampoco quien se los tomó en serio abortando libros aburridísimos sobre su esencia y origen. En 1676 se publicó en Madrid El Ente dilucidado. Discurso único novissimo que muestra ay en naturaleza Animales irracionales invisibles y quales sean, donde a través de 486 cargantes páginas su autor, el capuchino fray Antonio de Fuentelapeña, aborda asuntos tan desatinados como si es viable engendrar un duende, la posibilidad de trocar los sexos o la del vuelo de los hombres. Admira que en un tiempo en que la Inquisición, por mucho menos, amonestaba o castigaba, no tuviera el buen fraile un superior que le arreara un par de collejas para que no malgastara el tiempo en tonterías. Si alguien que no lo conozca siente deseo de leerlo hay una edición de la Editora Nacional, del año 1978 en su “Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados”, fácil de encontrar todavía en librerías de viejo; y creo que otra más reciente del Instituto de Estudios Zamoranos, que no he visto. Provéase al mismo tiempo el animoso lector de una buena caja de aspirinas.
El benedictino Jerónimo Feijoo, demoledor de tantas supersticiones, dedicó a los duendes un capítulo de su Teatro crítico universal aparecido en 1777. En general la cuestión se reduce para él a absurdas entelequias, producto de los miedos, invenciones o bromas. Sobre la forma de acabar con ellos lo tenía claro: “Yo creo firmemente que el conjuro de una buena tranca sería el más eficaz”. Sin embargo poco después y movido por un suceso que dio mucho que hablar -el famoso del Duende de Barcelona, que debió reducirse a la travesura de unos militares- admitió en sus Cartas Eruditas y Curiosas que algún caso se podría aceptar como verdadero.
Y sin más preámbulos adentrémonos en las páginas del manuscrito, donde me permitiré actualizar ortografía y puntuación aunque respetando las palabras que aparezcan con formas anticuadas para que conserve el texto su rancio sabor de antaño. Nos encontraremos con un duende enamoradizo y con ínfulas de teólogo, muy lejano del de nuestros cuentos tradicionales.
“Había en Córdoba una señora rica y estaba sin padre ni madre. Tenía un hermano rico y mayorazgo. Sus padres, de los bienes libres, mejoraron a la hija en el tercio y quinto. El hermano, envidioso de esta mejora, determinó de matarla. Esta señora después de hecha la partición apartó casa en la cual había un Duende; la señora era afable y de muy buen parecer. Enamorose el Duende de la güéspeda y aparecíasele en formas exteriores hablándola y diciéndole mil requiebros. La señora, escandalizada del caso, dio cuenta a su confesor el cual la reprendió y mandó que no hablase ni tratase con él por ser descomulgado enemigo de Dios. Diole algunos documentos y díjole que volviese a dar cuenta de lo que sucediese. La señora prometió de hacerlo así.
“Vuelta a casa se le volvió a aparecer, diciéndole los mismos donaires que antes, y entre estas cosas le daba cuenta de la magnificencia de Dios, de la omnipotencia del Padre y de su poder, y de la manera que el Hijo es engendrado por vía de entendimiento, y cómo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, teniendo su mesma naturaleza: que es Dios como ellos y que le asisten millares de millares de Espíritus soberanos dándole infinitas gracias por haberlos criado, y que todos estos Espíritus veían en Dios todas las cosas; de esta materia pasaba a la Majestad que tiene la Madre de Dios en el Cielo con infinitos grados de gloria más que todos los Santos y esto no de congruo sino de justicia. Al fin eran tantas las cosas que este Demonio le decía, que admiraba a la pobre señora. Acudió a su confesor dándole cuenta de todo y él respondió que decía muy bien, como testigo de vista.
“Sucedió que como su hermano no desistiese de su mal propósito andaba buscando ocasión para matarla; en poniendo los pies en la puerta, comenzaba el Demonio enamorado a dar tantas voces y armar tanto ruido que parecía que estaban cien hombres armados en casa. Viendo el caballero este ruido volvíase a salir admirado de ver que siempre que iba estuviesen tan alerta los de casa; aunque él no sabía quiénes fuesen esto sucedió por espacio de seis años que la señora vivió aquella casa, y si no saliera de ella no ejecutara el falso hermano su maldad. Era tanto el amor que el enamorado Duende tenía a esta señora que de día ni de noche no se apartaba un punto de ella y cuando era visitada de sus deudas y amigas nadie lo veía ni aun las criadas de casa: sola ella lo veía y con ella era la amistad.
“Era tanto lo que le contaba de los grandes bienes que los Ángeles malos perdieron y los que los hombres ganaron por la Pasión de Cristo, y daba cuando esto decía tan grandes suspiros, con que mostraba la verdad de lo uno y lo otro, que admiraba. La pobre señora cansada ya de los grandes combates que había tenía seis años y más con este mal amigo que la traía puesta en una continua tentación, ya por reírse de las cosas que hacía, ya por las cosas que le hablaba, y otras por responderle a sus importunaciones se determinó con parecer de su confesor mudar de casa y viendo el enamorado que lo ponía en práctica, le dijo muchas veces que no se fuese de allí porque había de sucederle un gran trabajo; sin darle a entender lo que su hermano trataba. Y sin embargo de esto se salió de la casa y al partirse le dijo tantas palabras de amor y sentimiento que moviera una piedra. Finalmente se fue, y como su hermano se estaba en sus trece y buscaba ocasión para ejecutar su maldad, túvola sabiendo que toda la gente de casa de su hermana habían ido a ver unos entretenimientos de la Ciudad y entró disimulado y hallándola sola la dio de puñaladas sin que bastase pedírselo por las entrañas de Dios, dándole palabra de meterse monja y dejárselo todo.
“Al fin la mató y se salió sin que nadie lo viese; hizo gran demostración de tristeza, y requirió a la Justicia que averiguase con toda diligencia la muerte de su hermana. Hízose todo lo de potencia sin poder averiguar quién fuese el malhechor, aunque no quedó sin castigo pues él murió una desdichada muerte y su hacienda y la ajena la gozaron otros”.
Esta es la historia que narra el manuscrito, cuyo anónimo autor se hace un lío entre duendes y demonios, equívoco en que ni el desquiciado fray Antonio de Fuentelapeña incurriría. Nos figuramos al obispo don Pedro con el libro entre sus manos y una sonrisa al considerar los disparates que la mente humana es capaz de concebir. Por eso nuestro genial Francisco de Goya escribió al titular uno de sus inquietantes grabados que “el sueño de la razón produce monstruos”.