LA TREGUA
Sintió miedo, los 62 kilos que protegían su espíritu temblaban ajenos al pudor que le producía ese movimiento incontrolado de su cuerpo. Estaba esperando el informe médico.
Mientras lo hacía miró hacia atrás. Siempre había sido una persona sana, incluso demasiado. Era apenas una niña cuando en el colegio los mismos maestros bromeaban sobre su salud de hierro. Mientras sus compañeras faltaban una y otra vez por catarros, indigestiones y demás dolencias sin importancia, ella jamás padeció un resfriado tan fuerte como para impedir su asistencia a clase.
Después cuando llegó el momento del desarrollo, muchas de sus amigas comenzaron a quejarse de un mal que las acompañaría una vez al mes durante muchos años de su vida, más como una maldición que como algo tan natural como lo había sido siempre para ella.
Ni siquiera durante los embarazos sintió más allá de las molestias normales, apenas durante las primeras semanas. Crio a sus hijos, trabajó dentro y fuera de casa, fue haciéndose mayor sin apenas darse cuenta, teniendo como única referencia a esos dos cachorros, como acostumbraba a llamar a sus vástagos, que crecían tanto y a tal velocidad que el tiempo dejó de medirse en años, para hacerlo en centímetros.
Después le llegó la menopausia, pronto pero rápida. Apenas unos sofocos sin importancia los primeros meses y ya.
Por eso cuando sintió bajo sus dedos algo del tamaño de un garbanzo incrustado en su piel, el último frío de Marzo se instaló en sus entrañas y desde entonces se negó a abandonarlas. Por eso temblaba ese día y por eso no podía controlar su temblor.
-Isabel Martínez pase por favor–. La enfermera que la llamaba sonreía desde la puerta.
Se dirigió a la consulta como quien es llevado al patíbulo. Sabía el resultado antes de saberlo. Su intuición no le había fallado nunca y sabía que ahora tampoco lo haría. Por eso, cuando el médico confirmó sus peores temores, casi respiró tranquila.
Cáncer. La temida palabra se llenó de contenido. Había imaginado ese momento mil veces desde que se hizo las pruebas y siempre creyó que cuando el médico le confirmase sus temores, una losa de dimensiones infinitas la aplastaría definitivamente. Pero contra todo pronóstico no ocurrió nada de eso.
Su primer pensamiento fue para Juan y sus hijos ¿Cómo se lo diría para que no se preocupasen?, no les había dicho nada hasta ahora por si acaso en esta ocasión su intuición fallaba, ¿para qué preocuparlos antes de tiempo? A su madre tenía claro que ni se lo había dicho, ni se lo iba a decir. Estaba ya muy mayor y no necesitaba cargar con más dolores de los que ya arrastraba.
Solo con su amiga de siempre había sido capaz de sincerarse, entre otras cosas porque esa misma tarde en que el mundo se cayó sobre ella, Luisa lo notó. Fue la única en comprobar que sus ojos estaban cubiertos por una fina tela gris, tenebrosa y de mal agüero. Solo con ella lloró, solo a ella le pidió que no la dejara morirse, solo a ella le prometió hacer todo lo que aún no había hecho si Dios, aunque había llegado a creer que Dios había desaparecido o que sencillamente ni estaba, o la vida, o quien fuese, le daba una tregua. Solo con ella había dejado salir los estertores de ese pánico que amenazaba con ahogarla; de ese miedo con mayúsculas que la habitaba sin piedad, solo con ella había permitido que se le desmoronara el alma.
Escuchaba al médico y de pronto decidió aferrarse a esas palabras de esperanza como si fueran las únicas. Se iba a curar. Ella pertenecería al porcentaje de los que son cogidos a tiempo. Cuanto antes empezaran mejor.
Salió de la consulta sin temblar por primera vez en los veintiún días que habían transcurrido desde que ese absurdo y diminuto bulto le había puesto la vida bocabajo.
Miró hacia arriba y comprobó que el cielo seguía siendo azul y que de pronto el sol calentaba con todo el vigor de la primavera. El frío se había ido, ella estaba viva y haría lo imposible por seguir estándolo. Aceleró el paso y sonrió a su alrededor con la firmeza del que posee una certeza imparable.