LA MÁSCARA
Siempre creyó en la magia. Había llegado a ella a través de los cuentos de hadas que durante su infancia acompañaron sus sueños. Cada calabaza era una carroza en potencia y cada sapo un maravilloso príncipe azul…
Nunca tuvo dudas de que ella era la princesa del cuento y de que pasara lo que pasara él vendría presto a rescatarla…
Pero empezó a pasar la vida… pronto se dio cuenta de que nadie vendría a salvarla y poco después descubrió que en la realidad era al revés, que era el príncipe el que acababa convirtiéndose en sapo.
Contra viento y marea y siempre bajo los legados de ese mágico mundo que un día fue suyo, se convirtió ella misma en los dragones alados que debían venir en su ayuda y con mucho trabajo y esfuerzo consiguió hacer una carroza de cualquier calabaza.
Sin embargo, a pesar de sus intentos, de la pasión que ponía cada vez, de los sueños que la acompañaban y que acababan haciéndose trizas, no conseguía encontrar el camino a ese país lejano en el que parecía encontrarse todo lo que andaba buscando.
Fue pasando el tiempo y la vida, más tiempo y más vida y las decepciones que aplastaban su alma empezaron a dejarse ver en su cara.
La primera vez que lo noto, una triste y gris mañana de invierno, gritó ante la imagen que el espejo le devolvía. Angustiada y asustada llamó a su hada madrina… pero como le venía ocurriendo con casi todo ese mundo que había creído suyo, no la escuchó.
Desesperada se encerró en su habitación, llorando con tanta intensidad que sus lágrimas acabaron mezclándose con esa lluvia que había convertido en gris el azul del cielo.
Tirada en su cama, desposeída ya casi hasta de la ilusión, levantó la mirada hacia la vieja caja que en lo alto del armario acumulaba, además de polvo, todos los cuentos que nunca vivió… subida en la silla, alcanzó uno de ellos, uno que parecía quererse escapar del viejo cajón.
La máscara se llamaba… todavía casi sin ver bien por las lágrimas que cegaban sus ojos, lo tomó entre sus manos y comenzó a pasar una a una sus páginas, todavía brillantes a pesar del paso del tiempo.
Como tantos otros cuentos de hadas, hablaba de una bella y hermosa niña, tanto por dentro como por fuera, que vivía rodeada del odio que la envidia de los demás hacia sus evidentes virtudes, destilaba hacia ella.
Y como en todos estos cuentos también, la niña tenía un hada madrina, que como siempre, hizo acto de presencia cuando la pobre criatura estaba al límite de sus fuerzas… y entonces le hizo un curioso regalo.
No fue un precioso vestido, ni una carroza dorada tirada por bellos corceles que antes eran apenas unos roedores, ¡que va!, nada de eso… fue un máscara. Una curiosa máscara apenas mas consistente que las alas de las mariposas.
Le pidió a la niña que se la pusiera y como si siempre hubiese formado parte de ella, se adaptó a su rostro como si fuese una segunda piel.
Escúchame pequeña, le dijo la delicada y pequeña elfa, esta máscara que te ofrezco tiene una propiedad que la hace única. Cada persona que te mire se verá reflejada en ella. Si su corazón rebosa bondad y amor hacia los demás… eso será lo que contemple en ti. Si por el contrario es rabia, ira, envidia, inquina o cualquier característica tan poco recomendable, ocurrirá exactamente igual.
Es decir, con esa máscara tu cara será el espejo en el que los demás se miren. De tal manera que el que llegue a ti con amor, con amor se irá… pero quien lo haga con cualquiera de esas otras desagradables características, huirá rápido y veloz, ya que se asustará de lo que no es otro cosa que su propio reflejo.
Poco a poco el mundo de la dulce joven se fue quedando vacío de aquellos que se veían reflejados en ella, horrorizados ante lo que veían. Y solo los virtuosos se quedaban a su lado, haciendo su vida cada día un poco más fácil.
Sorbiendo todavía sus lágrimas terminó de leer las páginas de ese viejo cuento que no recordaba haber leído jamás. Y con él en la mano volvió a mirarse al espejo.
Le costó un rato recuperar su antigua expresión. Primero esbozó una tímida sonrisa, que a fuerza de no usarla, al principio fue solo una grotesca mueca… pero lejos de darse por vencida siguió intentándolo, cada día un poquito, cada día un poco más…..
Una esplendorosa mañana de primavera consiguió por fin reconocer su antigua imagen. De nuevo su cara brillaba y curiosamente el sol también. Su espíritu recuperó la alegría perdida y su cara, como si de la misma máscara del cuento se tratase, empezó a atraer hacia ella la dulce armonía que poco a poco recuperó, esta vez conscientemente.
Ese viejo cuento nunca volvió al polvoriento cajón, sino que inició un periplo interminable de mano en mano, como si el polvo que lo sepultó tanto tiempo hubiese estado hecho de la misma materia de las hadas, que por fin, habían llegado a su vida.