LOS CUENTOS DE CONCHA

LA MAR

CONCHA CASAS -Escritora-

Dicen que la mar sabe lo que es suyo y que por mucho que el hombre intente adentrarse en su territorio, antes o después acaba arrebatándole, lo que por unos segundos creyó poseer.

Cada pueblo tiene su particular historia que contar al respecto, en este caso también. De la Cala, como los lugareños se referían al pequeño recodo, que formaba la montaña en su descenso  hacia el mar, se contaban tantas historias, que jamás mientras el pueblo fue de la gente del pueblo, se atrevió nadie a desafiarlo.

Todos tenían algún antepasado que supo de lo que allí ocurrió y que generación tras generación, lo había ido legando a sus descendientes.

Cuando el transporte más veloz con el que se podía soñar era un brioso corcel y cuando el pueblo se limitaba a la iglesia y las pocas casas adyacentes que formaban un círculo en torno a ella, llegó allí un comerciante de la ciudad y le compró a Don Gervasio (el cacique del pueblo y dueño de todo lo que allí se movía, incluidas las barcas con las que los hombres salían a pescar), el trozo de terreno que lindaba con la cala.

El lugar era sin ninguna duda el más bello del contorno. Muy poderoso debía ser el forastero, para que el amo hubiese llegado con él a un acuerdo. Bien es cierto que aquella era tierra baldía, al menos en lo que a siembras se refiere, ya que estaba muy cerca del agua salada y de la montaña, con lo que el sol que allí se posaba, apenas era el del mediodía. Por eso buscándolo cuando faltaba, los árboles que allí se erguían, eran los más altos de todo el contorno, y la hierba, que en los demás lugares tardaba bien poco en agostarse, la más duradera y verde. 

En primavera aquel lugar parecía un espejismo, un error de la naturaleza, que había colocado en tierras tan  meridionales, una pincelada del frescor del norte. Por eso los jóvenes del pueblo, solían acudir allí a arrullar a sus enamoradas, entre los aromas de las flores que  en el prado crecían.

Con consternación vieron como un muro de adobe los separaba del que desde siempre, había  sido su particular porción de edén.

Don Tomás, que así se llamaba el nuevo vecino, levantó una bonita casa solariega. Poco a poco, los lugareños fueron habituándose a la casa y a sus habitantes, y llegaron a creer que siempre estuvieron  allí.  

Allí se estableció con su familia y allí nacieron sus tres hijas y sus dos hijos, con lo que el sentimiento de cercanía fue creciendo, a la par que ellos.

El cabeza de familia seguía con sus negocios y continuamente se desplazaba para realizarlos, teniendo en cuenta la precariedad de los medios de comunicación de entonces, vivía más tiempo fuera que dentro del pequeño oasis que arrebató, sin saber, al resto del pueblo.

Y fue en una de esas noches en las que él no estaba, cuando la mar aprovechó para arrebatarle a su vez, lo que consideraba suyo. Un levante,  como ni los más viejos del lugar recordaban que hubiese soplado jamás en aquellas costas, despertó las otrora tranquilas aguas y con una rabia nueva y desconocida, fustigó la tierra con lenguas de sal, que acabaron con todo lo que encontraron a su paso.

La valla de adobe cayó como un junco al doblarse por el viento, y la preciosa casa, desapareció como por encanto en una de esas salvajes embestidas, llevándose en su interior a todos quienes la habitaban.

Nadie cuenta con exactitud cuánto tiempo tardó en volver Don Tomás, lo que sí cuentan todos, es como perdió la razón. Pasaba los días en la orilla de aquel bello rincón, disparándole a la mar y llamándola asesina. De su fin, nadie sabe, puede que se lo tragara también la mar, puede que se dejara devorar él mismo.

Lo que nadie dudó desde entonces, fue que ese lugar, la Cala, era de la mar y que no permitiría que nadie se lo arrebatase.

Por eso durante más de cien años, nadie se atrevió a despertar de nuevo sus iras y por eso, cuando llegaron aquellos constructores destrozando todo lo que encontraron a su paso, supieron que la historia no tardaría en repetirse.

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