FINIS AFRICAE

DON PEDRO DE SALAZAR Y GÓNGORA. UN MOTRILEÑO PARA LA MITRA DE CÓRDOBA

FRANCISCO GUARDIA -Escritor-

Una personalidad tan arrolladora como la del cardenal Belluga ha contribuido a oscurecer a otros ilustres eclesiásticos que tuvieron en Motril su cuna y merecen ser más conocidos. Hoy vamos a recordar a uno de ellos: el obispo don Pedro de Salazar y Góngora que rigió la diócesis de Córdoba entre 1738 y 1742.

Había nacido en Motril el 17 de diciembre de 1675, hijo de don Jerónimo Matías de Salazar y Moncayo, natural de Málaga y de doña Juana María de Góngora y Gadea Villalba, motrileña. Recibió las aguas del bautismo en la Iglesia Mayor el 8 de enero del año siguiente, imponiéndosele los nombres de Antonio Pedro aunque después solo utilizó el de Pedro en religión. El padre desempeñaba por entonces los cargos de regidor y administrador del impuesto de millones en la ciudad.

La boda entre don Jerónimo y doña Juana María fue un destacado episodio social en su tiempo. Se celebró con la mayor pompa y no faltó la contribución de los poetas que solemnizaron con sus poemas el feliz himeneo, habiendo llegado hasta nosotros, entre otros, un librito de desmesurado título, como era común en la época, que resumiremos con sus primeras palabras como Carro triunfal del Amor, donde se ensalza a los contrayentes y su noble ascendencia, y otro rotulado como Descripción breve de la fábula de Pélope y Hippodamía.

En 1679 una epidemia de peste que, al parecer, había llegado desde Orán a Málaga por vía marítima se cebó en la ciudad de Motril. Los estragos producidos quedan narrados con bastante detalle en el libro que García Niño de la Puente y Guevara publicó en Granada en 1780 con el título Recuerdos para el escarmiento de las Divinas iras, y efectos de las Soberanas misericordias, experimentados en la epidemia contagiosa padecida, y perfecta sanidad lograda en la Muy Noble y Leal Ciudad de Motril este año de 1679. De la primitiva edición de esta obra a la que solemos referirnos abreviadamente como “La epidemia de peste en Motril de 1679”, solo se conoce en la actualidad un ejemplar en la Biblioteca Nacional, y el Ayuntamiento motrileño tuvo la feliz iniciativa de patrocinar una nueva en 1997 poniéndola así al alcance de todos.

En tales circunstancias era preciso organizar los servicios esenciales: provisión de alimentos, ropas y medicinas, medios de desinfección, personal sanitario y religioso para la atención material y espiritual de los enfermos así como las inevitables tareas de enterramiento. A la convocatoria del corregidor acudieron solo seis regidores de los treinta y seis que componían la nómina. Atribuye el cronista la escasa respuesta a las ausencias de algunos, la existencia de contagio en las casa de otros y la ancianidad de algunos. Tampoco hay que olvidar que el absentismo en estos cargos era frecuente entre otros motivos porque había quienes ostentaban más de una regiduría, como era el caso de don Jerónimo, sin compensarlo con el don de la ubicuidad. En el amplio apartado de “ausencias” podemos intuir las debidas a que en ese momento se hallaban efectivamente fuera de la ciudad por los motivos que fueren, pero también los que temiendo el contagio buscaron en su huida al campo un lugar más seguro. De otras ciudades tenemos testimonios de que se obraba así en caso de epidemia. Recordemos el caso de Florencia durante la peste de 1348 que sirvió de historia vertebral a Boccaccio para su Decamerón.  Don Jerónimo debía velar por la salud de su esposa e hijos (tenía en aquellas fechas, al menos, tres menores: Leonardo, Ana Jerónima y nuestro Pedro). No debe extrañarnos pues que se encontrara ausente en esos primeros momentos.

Nada sabemos con certeza sobre don Jerónimo en relación con la epidemia hasta el 9 de junio en que, según Niño de Guevara, acordó la ciudad darle comisión para “todas las ocurrencias” entre Motril y Granada, correspondiendo al encargo “con la actividad y fineza de su esclarecida calidad”. La circunstancia de ser también veinticuatro de Granada debió facilitar su labor. En la capital seguía cuando el 9 de julio llegó a Motril una Real cédula concediendo diez mil ducados de ayuda para curación de los enfermos pagadera de las arcas de Población que le fue remitida con un poder para su cobranza y consiguió felizmente que se hiciera efectiva.

Finalmente, desaparecida la peste y examinada la angustiosa situación económica de la ciudad, se comisionó de nuevo a don Jerónimo para desplazarse a la Corte y exponer al rey la pobreza que se padecía. Con este fin elaboró un detallado informe que guarda notables similitudes con el que podemos encontrar al final del libro de La epidemia…, lo que nos lleva a pensar que uno de los dos pudo basarse en el otro, o ambos en un tercer informe que no conocemos. El fin que se perseguía era una reducción de los impuestos y que cesaran los desmanes de don Diego Daza Villalobos, arrendador de las alcabalas y unos por ciento del azúcar.

Hay indicios de que este regidor debió morir pronto. Su hijo Pedro tuvo que pasar por el desagradable trance de ver un mayorazgo, que sobre él había recaído, impugnado durante su minoría de edad por su hermano mayor y su tía doña Josefa Paula de Salazar.

Tampoco nos han llegado noticias sobre quiénes fueron los primeros maestros de don Pedro. Quizá, como era costumbre en muchas familias pudientes, tuvo preceptores en su casa, que debieron ser buenos y el alumno aprovechado. El doctor don Juan Gómez Bravo, autor de un Catálogo de los Obispos de Córdoba que nos servirá de base para este artículo, cuenta que: “Desde pequeño manifestó un ingenio muy perspicaz, y sus padres procuraron que aprendiese la lengua latina y que tuviese la educación conveniente para continuar los estudios”. No en vano era un segundón al que había que buscar salida en la Iglesia o la milicia para que el caudal de la Casa no mermara demasiado.

En 1686 fue proclamado obispo de Córdoba don Fray Pedro de Salazar y Gutiérrez de Toledo, que era primo hermano de don Jerónimo. Como tenía constancia de las cualidades de su sobrino dispuso que se lo trajeran para que se educara a su lado. Así estudió Filosofía y Teología en el convento de San Pablo que pertenecía a la orden de Santo Domingo. Como no parece sano que todo el tiempo ande la mente abstraída en trascendentes especulaciones, se aficionó también a la poesía y la música logrando dominar varios instrumentos y llegando sus composiciones a ser interpretadas en la catedral con agrado del auditorio.

Compuso sin embargo en una ocasión “unos versos que por descuido llegaron a manos del Cardenal, y habiéndole desagradado mucho le mandó que no le viese, y encargó a persona segura que anduviese a su vista siempre y le diese cuenta de todos sus pasos y acciones, y con esta severidad se corrigió”. ¿Qué escribiría Pedro en aquellos versos? El papel debió ser quemado y nunca lo sabremos lo que azuza la curiosidad. Un mozalbete al fin ¿quedaría prendado de la belleza de alguna cordobesita? No somos -por fortuna- de piedra. Recordemos que un santo de la talla de Agustín de Hipona dejó escrito rememorando los tiempos de su adolescencia: “¿Qué era lo que entonces me deleitaba, sino amar y ser amado?”.

Como premio y estímulo obtuvo su tío para él la merced de un hábito de Calatrava que le fue impuesto en 1698 en el convento de la Encarnación, gracia que compartió con su hermano Leonardo José, investido el mismo día.

Desde finales de 1689 ostentaba una canonjía en la catedral de Córdoba el motrileño don Luis Antonio Belluga y Moncada pronto convertido en persona de la máxima confianza del obispo. Debió ser también excelente la relación con su sobrino -siempre une el paisanaje cuando se vive fuera de la propia tierra- aunque los caracteres fueran distintos: más bien severo el de Belluga y espontáneo y alegre el del joven Salazar.

En 1698, encontrándose vacante un canonicato le fue adjudicado y empezó a acompañar habitualmente a su tío lo que le llevó a conocer a fondo los asuntos del obispado. Se dedicó a estudiar leyes con el único fin de poder ser coadjutor de su otro tío don Gregorio de Salazar (hermano del obispo) en el decanato, obteniendo el doctorado en Cánones. En 1704 se convierte en deán: desde cuatro años antes había tomado posesión de la coadjutoría del decanato.

Desprendido de los bienes materiales, habiéndosele adjudicado para sus gastos una prestamera (beneficio simple sin obligación de residencia) en la villa de Pedroche con un valor de tres mil ducados anuales, prefirió fundar seis capellanías para otros tantos eclesiásticos que asistieran al coro todo el año.

Existía en la catedral una capilla que originariamente se había dedicado al Espíritu Santo y con la mudanza de los tiempos se llamaba de San Lorenzo. Se enterraban en ella los deanes y arcedianos. Él, que siempre quiso fundar una capilla al santo de su nombre, obtuvo licencia para poner en ella altar al Príncipe de los Apóstoles dotándola con magnificencia de todo lo necesario incluido sacristán con su oportuna renta. Y apostilla Gómez Bravo: “desde este tiempo se llama la Capilla de S. Pedro y S. Lorenzo”. En la actualidad se conoce como “del Espíritu Santo y San Pedro mártir”.

El 14 de agosto de 1706 murió el cardenal dejando a su sobrino, como albacea, la misión de terminar importantes obras que había emprendido y, como herencia, un breviario. Así eran estos austeros prelados que administraban los bienes para gloria de Dios y ayuda a los hombres. El Hospital General era la más importante de estas obras pendientes y en ella más los gastos de alimentación, medicamentos y personal para atención de los enfermos no escatimó nada de lo necesario recurriendo a su propio peculio  Habiéndose declarado una epidemia, prestó inestimables servicios a la población.

Entretanto, en un intento de resolver sus problemas de salud, consultó a los más eminentes especialistas para lo que en 1714 viajó a Francia y los Países Bajos, sin encontrar remedio.

Al año siguiente el rey Felipe V honraba con el condado de Donadío de Casasola a don Francisco Ignacio de Quesada y Vera, casado desde 1704 con doña Ana Jerónima de Salazar, hermana de don Pedro. Aunque a este no le quitaban el sueño las vanidades del mundo, se congratuló por su hermana y cuñado y porque siempre reconforta ver enaltecida la familia, como entristece cualquier acontecimiento que la degrada.

Nombrado obispo de Jaén en enero de 1738, reusó alegando su avanzada edad (hoy nos puede parecer broma pero hay que tener en cuenta la esperanza de vida de la época), mala salud y necesidad de cumplir el legado de su tío. Fallecido el 17 de febrero el entonces obispo de Córdoba Tomás Rato y Otonelli, que residía en Roma ocupado en asuntos diplomáticos, recayó sobre Salazar el nombramiento que esta vez aceptó sin gran entusiasmo. Recibió la consagración en la iglesia de Umbrete de manos del arzobispo de Sevilla don Luis de Salcedo.

A pesar de su crónica mala salud desplegó una incansable actividad en las visitas a las parroquias, confirmaciones y vigilancia del clero. Mejoró el sistema de conducción de aguas hasta la catedral. Reactivó la causa de canonización de san Álvaro de Córdoba que llegó a feliz puerto con la inestimable ayuda de Belluga que ya se encontraba en Roma. Aumentó el colegio de San Pelagio (seminario), dándole constituciones, un moderno plan de estudios y dotándolo de todo lo preciso.

Falleció el 21 de febrero de 1742 siendo enterrado en la capilla de San Pedro que él había renovado. Entre las cláusulas de su testamento podemos destacar que donó al Palacio Episcopal, entre otros enseres, sus pinturas y su rica biblioteca.

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