LOS CUENTOS DE CONCHA

LA FAMÍLIA  PERFECTA

CONCHA CASAS -Escritora-

Helena era tan feliz, que muchas veces pensó que algún día el cielo se le caería encima como venganza a esa perfecta armonía en la que transcurría su vida.

Tenía el marido perfecto, no solo era cumplidor en su trabajo y en sus obligaciones como esposo y padre, sino que además era atento, bueno, buen conversador y mejor compañero.

Sus hijos, tres, habían ido llegando sucesivamente sin llamarlos  ni evitarlos. Era tal la naturalidad con la que aparecieron en su vida y fue tal la facilidad con la que se integraron en ella,  que le pareció que siempre habían estado ahí. Eran tan buenos como su padre y tan ordenados y cumplidores como ella.

El negocio familiar crecía a la par que lo hacían los miembros de la familia, cuya simpatía y agrado era tal, que apenas si despertaban envidias, salvo las envidias normales.

Más bien al contrario, todos los querían y respetaban. Por eso Helena sospechaba que algún día, el cielo celoso de esa aparente perfección, se vendría encima de ella.

Cada miércoles acudía al mercado del pueblo vecino a comprar fruta, no porque en su pueblo no hubiese, sino porque fue un día por casualidad y la casualidad acabó por hacerse costumbre. Y fue allí precisamente donde ocurrió lo que tanto temía: el cielo se hundió sobre ella, o mejor dicho, el cielo se hizo uno con ella.

Su castigo tenía nombre y apellidos, Ernesto Rubia Galán y unos ojos negros que se clavaron en los suyos arrebatándole la voluntad  para siempre.

Todas las reglas y leyes que hasta entonces habían regido su apacible existencia, se esfumaron como por encanto. Nunca tuvo tanto calor como cuando sintió aquel calor,  que le hizo saber que no habría fuerza ni divina ni humana,  que le impidieran reunirse cada miércoles con él.

Entonces supo que la costumbre de ir a comprar fruta los miércoles fue apenas la antesala de aquello que el destino le tenía reservado.

Desde entonces irremediablemente, cuando volvía a casa tras su infidelidad,  ahíta y plena de amor, se recriminaba a sí misma, se hacía de cruces, lloraba por los rincones. ¡Si al menos su marido fuese malo! ¡si al menos su existencia fuese lacrimosa y atormentada! Quizás si todo eso ocurriera tendría una razón para hacer lo que hacía. Entonces cada miércoles por la noche se juraba a sí misma que nunca más acudiría a esa cita, que su tortura terminaba y sus días de adúltera también, que aquel infierno en el que vivía, aquel  disimular continuo, iba a terminar para siempre.

Pero apenas amanecía el jueves sentía que se le escapaba la vida si no llegaba pronto el miércoles siguiente, para volver a perderse en los brazos que la habían perdido.

Había abierto el frasco de la pasión y la locura se había aferrado a su existencia convirtiéndose en la existencia misma.  

Vivía presa de las emociones que dividían su persona en dos, una era la esposa y madre perfecta que había sido y que seguía siendo, la otra una loca atrevida que desafiaba  incluso a los elementos, si estos se atrevían a interponerse  entre ella y aquel que le había robado la razón.

De todos esos miércoles desde que comenzó su locura, no había faltado nunca  a su cita. 

Solo algo de fuerza mayor podría retenerla lejos de él. Y ese algo llegó ese miércoles en el que había estrenado unas braguitas de satén rojo, que sabía volverían loco a quien la había sumido a ella en ese estado.

Carlitos el menor de sus tres hijos, volvió de la escuela apenas llegó a ella, con una fiebre tan fuerte como la de su madre, aunque la de esta no moviera el mercurio del termómetro.

Suspendió su cita y tras llamar al médico y dejarlo todo en orden, se resignó a comprar la fruta ese día en su pueblo. Y entonces fue cuando lo vio. Su marido conducía su cuatro por cuatro y a su lado una mujer joven le acariciaba la nuca. Al parar frente al semáforo en rojo se volvió hacia ella y la besó. Descubrió así que él aprovechaba los miércoles en que ella iba a comprar fruta para reunirse con su amante.

Sonrió mirando al cielo y comprobó que a pesar de todo, este seguía en su sitio. Todo estaba en orden. Nunca más volvió a sentir remordimientos, y su familia siguió siendo tan perfecta como lo había sido hasta entonces.

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