LOS CUENTOS DE CONCHA

LA ESPERA

CONCHA CASAS -Escritora-

Cuando los rayos del sol atravesaban su ventana, sentía que en ese momento cualquier cosa podría ocurrir. Se creaba una atmósfera diferente, espesa, silenciosa, mágica. Ese día en particular hasta un aroma inquietante invadía el ambiente, algo que le despertaba los sentidos de una manera muy especial. Una vez más sentía que ese podría ser al fin el día.

Llevaba tanto, tantísimo tiempo esperando, que ya casi había perdido la esperanza. Aún así cada día se levantaba con la llama de la misma prendida en su corazón. Soñaba que él volvía, que aquellas lejanas promesas de amor no cayeron en saco roto… treinta años habían transcurrido desde que se marchó “buscando un futuro mejor” le dijo “no quiero que nuestro amor sucumba ante la miseria de esta tierra, no sufras mi amor, te escribiré cada día”

Y después de eso el silencio. Una espesa capa de silencio cubrió la existencia del que había querido por encima de sí misma, y por ende, la de ella.

Nadie sabía nada de su amado, la tierra se lo había tragado, o quizás el mar. Embarcó una lejana tarde de un lluvioso y triste mes de abril. Fue lo último que supo de él, aún podía verlo en la cubierta de aquel viejo mercante sonriéndole, mientras ella hacía un esfuerzo inútil por contener las lágrimas.

A partir de ahí la nada. Nunca llegaron las prometidas cartas  Aún así ella confiaba ciegamente en la fuerza de su amor. Aunque nunca apareció ni vivo, ni muerto, ella lo esperaría. Sabía que debía existir alguna explicación a ese eterno y pertinaz silencio.

Todos trataron de convencerla para que desistiera en su espera, “vas a perder la vida y la juventud” le decían “¿no te das cuenta de que te ha olvidado, si es que no está muerto en algún lugar del océano?”

Le partía el corazón, lo que ella consideraba un insulto a la firmeza de sus sentimientos.

Sin embargo con el paso del tiempo decidió guardarse para ella la esperanza. No porque hubiese aceptado esa ausencia inexplicable, sino para ahorrarse los comentarios de los demás. Sabía que a sus espaldas chismorreaban a sus anchas “que si se había vuelto loca, que si se iba a quedar para vestir santos…”

Nada le importaba, sabía que existía alguna razón que explicaría lo que a los demás les resultaba inexplicable

Poco a poco el recuerdo de su amado se fue borrando. Nadie lo nombraba, como si nunca hubiera existido. Solo ella lo mantenía vivo en su corazón

Con el paso del tiempo, el espejo le iba devolviendo una imagen que le era difícil reconocer  Su salud era muy débil, su corazón, quizás de soportar tanta ausencia, se empeñaba en fallarle, más de una vez le había dado un buen susto. “Procure no tener sobresaltos” le decía D. Cosme, su médico de toda la vida. Pero hasta eso parecía difuminarse esa mañana. El contraluz de los rayos disimulaba su fisonomía, como en aquellas  antiguas películas en las  que ponían una media delante de la cámara, y su corazón latía con tanta firmeza como en sus lejanos veinte años

Estaba perdida en sus pensamientos, cuando sonó el timbre de la puerta, con tanta intensidad que incluso la asustó. “Ya voy, ya voy”, acudió tirándose de la falda, recomponiendo su figura como si la hubiesen pillado en falta.

“¿Caridad González Ferrer?”, preguntó un joven, con apariencia de funcionario, o abogado, o ambas cosas.

“Si, la misma”.

“Verá, si tiene un momento,  lo que vengo a exponerle es muy delicado,  no se si sabrá que Doña Florentina, la antigua encargada del servicio postal, se ha jubilado. Al irse ella se ha remodelado la oficina, y al arreglar las paredes, apareció tras el papel pintado, una pequeña alacena donde se encontraron algunos documentos, entre ellos este conjunto de cartas remitidas a usted. Como imaginará el asunto es muy delicado y está en manos de las autoridades. De momento se mantiene absoluto secreto sobre las diligencias, pero tanto mis superiores como yo hemos creído conveniente restituir a sus legítimos propietarios todo el material recuperado. Por supuesto estamos a su entera disposición…

El siguió hablando, pero ella no escuchó más. Tomó las cartas que el joven sostenía, y casi sin despedirse de él, cerró la puerta dejándolo con la palabra en la boca  Se dirigió con ellas a su habitación favorita, aquella por la que penetraba el sol

Sabía perfectamente de quién eran, no necesitaba mirar el remite. Lo que si miró, fue el matasellos y la fecha, y despacio y por orden las fue leyendo una a una. .

Tardaron tres días en encontrar su cuerpo, estaba reclinada en la mecedora; a esa hora el sol que entraba por la ventana la cubría de lleno. Aún sostenía una carta en su regazo, la última, en ella le notificaban la muerte de un tal Antonio Lupiañez,  aunque nadie supo quien era. Dicen las viejas comadres que alguien con un nombre parecido, partió hacía ya  muchos años rumbo a otras tierras.

La leyenda creció de boca en boca. Hay quien dice que vio, como en los rayos de sol que entraban en su ventana, el fantasma de  un joven moreno inundó la estancia donde ella leía, y tomando su alma de la mano, se fueron juntos cabalgando en un luminoso caballo, juntos para siempre.

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