LA CÁRCEL
Ella lo amaba, por encima de todo y de todos, lo amaba. Hubiese hecho cualquier cosa por él. “¿Pero qué te ha dado?”, le decían sus amigos. “No pareces ni tu”, le decían. Pero le daba igual. Desde que sus ojos se encontraron con los suyos no hubo más razón, ni más fuerza que la del infinito amor que los unía. Fue un amor de los de película, daba gusto verlos, él la miraba embelesado y ella… ella se deshacía viéndolo a él. No podían vivir el uno sin el otro, de manera que tras un corto noviazgo se casaron.
Ella sintió que no podía haber mayor felicidad en el mundo, y así se lo hizo saber, haciéndolo partícipe de sus sentimientos. A partir de ahí algo se quebró, y esa mágica relación se esfumó para siempre.
Lo notó distante, frio, tanto que por una milésima de segundo, sintió miedo por primera vez al ver el fondo gélido de esa mirada, donde antes solo veía amor.
Tardó poco tiempo en alzarle la voz, y menos aún en insultarla. Fue un proceso lento e imparable, pero de repente el miedo ocupó todos los huecos por los que antes se desbordaba la pasión, dejando lugar única y exclusivamente a ese miedo que en un proceso paulatino y continuo de deterioro acabó convirtiéndose en el rey absoluto.
Estaba ya embarazada la primera vez que la empujó. Una camisa mal planchada (para él ella todo lo hacía mal) fue la causa. Se la tiró a la cara, con tan mala pata que uno de los botones de los puños le fue a dar en un ojo. Cuando la vio con él enrojecido, se abalanzó hacia ella loco de ira: «¿Vas a llorar?»
¡Maldita zorra hija de puta, como te de yo, vas a llorar de verdad!, la empujó con tal fuerza que quedó encajada entre el fregadero y la lavadora y allí en ese hueco permaneció sin atreverse casi a respirar hasta que oyó el portazo que daba tras su marcha.
A partir de ahí se fueron precipitando las cosas. Nunca tenía una palabra agradable hacia ella, excepto cuando llegaba borracho en que antes de pegarle (cosa que siempre acababa haciendo) lloraba y le decía cuánto la quería. Ella se ponía tensa sabiendo lo que venía a continuación. Él al notarlo, iniciaba la sarta de insultos, coronados siempre por una paliza o una violación, según tuviera el día.
Su autoestima caía en picado. Llegó un momento en que realmente comenzó a hacerlo todo mal. No confiaba en sí misma, sabía que se le pegaría la comida y que él se la tiraría a la cara cuando llegase… y así ocurría.
Cuando nacieron los niños, fue aún peor. Pronto se convirtieron también en objeto de su ira. Eso no podía consentirlo. Admitía todo lo que le hiciera a ella, se sentía tan mísera y desgraciada que no aspiraba a nada mejor, pero a sus hijos no. No consentiría que los tocase. Se escapó de la casa, pero con tan mala fortuna que al doblar la esquina se topó con él. La llevó a casa, apenas le dio tiempo a meter a los niños en el cuarto, cuando se abalanzó contra ella. La paliza fue tan brutal que la retuvo más de un mes encerrada en su casa. Su pulso perdió la firmeza, el miedo se había instalado en cada rincón de su alma y ya casi no atinaba ni a peinarse. Los niños se quedaban a comer en el colegio, los mantendría apartados de él lo más que pudiera. Lo consiguió tras sincerarse con la asistenta social, a quién le confesó la verdad tras largas conversaciones. “¡Denúncialo!, “si, si, eso haré” prometía cada vez que la veía pero el miedo era tan grande que la paralizaba.
Un día él llegó a casa antes de costumbre, normalmente no lo hacía hasta bien entrada la noche, y sorprendió a su familia reunida en el comedor, riendo y comentando las anécdotas del colegio. De repente el tiempo se paró, los tres miraron hacia su verdugo con el pánico reflejado en sus miradas, lo que no hizo más que incrementar su ira. Ella se adelantó para hacer de escudo ante sus hijos, no le importaba que la matase a ella, pero jamás permitiría que los tocase. Sin embargo de un golpe seco la apartó y se dirigió hacia su pequeño.
Por primera vez en su vida sacó fuerzas de donde no las tenía y se lanzó sobre él cogiendo lo primero que encontró, (un jarrón regalo de boda) le asestó en la cabeza tal golpe, que logró apartarlo del objetivo de su ira. Momento que aprovecharon los tres para salir corriendo. Una vez en la calle, lo tuvo claro: “ ¡A comisaría! Gritó a sus hijos, y así fue como se atrevió a poner la denuncia.
A él lo detuvieron. Ella se fue a casa de sus padres, no tenía ánimo para volver al que durante años había sido el escenario de su infierno. Cuando veía a sus niños, todavía con el miedo clavado en sus almas (miedo del que seguramente no escaparían nunca) se odiaba a sí misma, ¿porqué no se fue antes?, ¿por qué soportó tanto?…Él pasó apenas dos días retenido. El juez dictó el alejamiento, pero ella sabía que no lo cumpliría.
Aunque no lo había visto en el último mes, lo presentía. Y así fue, apenas tres semanas después comenzó a asediarla. La esperaba en cada esquina, la amenazaba con matarla a ella y a los niños, y lo peor de todo es que ella sabía que era capaz de hacerlo. Tenía el miedo demasiado dentro para haberlo olvidado, y a ese terror se le sumó la ansiedad y la angustia de volver a encontrárselo.
Se puso a limpiar casas, ser dueña de si misma era una experiencia nueva y maravillosa a pesar de todo.
Sin embargo las denuncias se repetían continuamente ante el quebrantamiento por parte de él del alejamiento. Las continuas noticias sobre mujeres muertas a manos de sus maridos no hacían sino asustarla aún más.
Uno de los días en que llegó a su casa se confirmó la peor de sus sospechas. Él había estado allí y al no encontrarla fue tal su rabia que lo destrozó todo. No podía dar crédito a lo que veían sus ojos, no había dejado nada… fue avanzando incrédula ante tanta destrucción hasta que llegó a la habitación de los niños. Un quejido nacido en lo más profundo de sus entrañas salió de su garganta alertando a las vecinas que llamaron inmediatamente a la policía. La encontraron abrazada a su hijo llorando. El niño presentaba fractura de fémur y contusiones varias, rezaba el parte de ingreso del hospital.
Y ella,… ella no volvió a dormir desde entonces. Una idea se había apoderado de su mente y la perseguía como una obsesión: lo mataría. Había llegado un momento en que era necesario elegir, o él, o sus hijos y ella. La elección estaba clara.
Seguía en paradero desconocido, pero algo en su interior, una corazonada, un presentimiento, le hizo dar con su paradero.
En la última casa en la que entró a limpiar, uno de los hijos de la señora, era policía. Cuando estaba de turno de noche y dormía durante el día, dejaba la pistola encima del aparador. En una visión casi fotográfica, tuvo claro lo que tenía que hacer.
Se sorprendió a sí misma, porque cuando al fin apretó el gatillo no le tembló el pulso. Era la primera vez en años que no le temblaba. Incluso sonrió.
Cuando la policía la detuvo todavía sonreía. Una increíble y maravillosa sensación de paz la había invadido. Sus hijos estaban a salvo. Donde quiera que estuviesen ya no tendría que temer por ellos, nadie más les haría daño.
Entró en la cárcel todavía sonriendo ¡eso no era la cárcel!, pensó para sí, la cárcel era donde ella había estado tantos años. Y por primera vez desde tiempos que a ella le parecieron inmemoriales, al mirar a través de las rejas se sintió libre.