LA CAJA
Todavía no lo sabía, pero esa era la última vez que recorría la inmensa casa que añoró el resto de su vida. Era muy diferente a cuando estuvo habitada, pero ya entonces casi todos los que la ocuparon habían muerto. Las golondrinas habían ocupado su sitio, una de ellas pasó volando a su lado y la asustó.
Entró con su padre, luego él también se iría con los que ya se habían ido y quizás por eso mismo, por todas esas ausencias, la casa formaría parte de esa añoranza casi dolorosa de un tiempo ya inexistente.
Ese día le pareció todavía aún más grande de que lo era. Por primera vez entró en el comedor bueno, como llamaban habitualmente a aquella estancia a la que jamás, mientras vivieron los que ya no estaban, pudieron entrar los niños. Estaba oscuro, pesadas cortinas cubrían los preciosos balcones cerrados también con postigos de madera. Parecía como si con todo ello quisieran preservar su interior, un interior que por otro lado ya estaba tan muerto, como muertos estaban quienes lo habitaron.
Detrás había una habitación pequeña, una habitación de cuya existencia nunca supo.
-¿Qué era esta habitación, papá?
– Era la de mi hermano.- en su tono se dejaban caer la tristeza y la pesadumbre de un drama todavía cercano y lacerante.
No hizo falta decir más, ni tan siquiera especificar de cual de sus hermanos se trataba. Por eso nunca la había visto. El que en un lejano día fue dueño de esa habitación, había muerto en un accidente que de alguna manera fue el principio del fin de esa familia y de esa casa. Tras él fueron muriendo uno a uno. Primero el abuelo. Se le fue la cabeza y acabó sus días en un manicomio (entonces aún se llamaban así) ciego y loco, como si de una tragedia griega se tratase. Era evidente que su mente huyó incapaz de soportar el dolor que le produjo la muerte de su hijo menor, y que sus ojos se negaron a ver esa nueva realidad que tan poco le gustaba.
Después fue su mujer. Ella fue más discreta, se fue en silencio, sin hacer ruido, pero aún así su marcha se dejó sentir con la misma intensidad de un tornado, renovando el dolor apenas amortiguado y cayendo sobre un suelo empapado de lágrimas recientes. Por eso todo se quedó a oscuras, por eso no había luz en toda esa oscuridad, ni volvería a haberla nunca. Por eso también, porque la habitación era del menor de los hermanos, ella nunca la había visto. Murió poco después de nacer ella y parece ser que en esa casa los distintos espacios iban desapareciendo según lo hacían sus moradores.
Y fue allí precisamente donde encontró lo que sería lo único que iba a llevarse de esa casa y que la acompañaría el resto de su vida. Una preciosa cajita que sobrevivió al naufragio de aquella gran casa, que un remoto día fue el marco donde una familia creció, vivió, soñó y murió…
A veces miraba aquel pequeño objeto. Parecía como si gracias a él quedara constancia de todo aquello. Y en cierto modo así era. El tiempo había pasado con su manto ceniciento reduciéndolo todo al olvido. No quedaba nada de aquel caserón, ni nadie de los que lo habitaron. Sólo su caja.
Por eso cada vez que la veía recordaba aquel lejano día en que acompañó a su padre a ver los restos de lo que había sido su vida, su vida antes de ella, e incluso antes de él mismo.
Por eso hoy también al levantar la tapadera labrada y mirar en su interior, ese espejo desgastado le devolvió de nuevo esa imagen impresa a fuego en su memoria para siempre, porque quizás ella había sido la depositaria de aquel tiempo ya muerto, porque quizás nada muere del todo mientras alguien lo recuerde.
Sólo cuando ella faltase desaparecería definitivamente, porque ya la caja no traería evocaciones de aquella lejana tarde y de aquel lejano y perdido tiempo. Solo sería la vieja caja donde mamá guardaba viejos recuerdos inservibles.