LOS CUENTOS DE CONCHA

LABIOS DE CERA

CONCHA CASAS -Escritora-

Miró su boca y delineó sus labios con la mirada, esos labios que habían besado tanto  y que tantas palabras habían articulado. Ahora permanecían inertes y sellados para siempre, parecían de cera, como el resto de su cara. Clara estaba muerta. No se lo creyó cuando lo llamaron para darle la terrible noticia, ni se lo creía ahora, que tenía su cadáver frente a él.

¿Que has hecho Clara?, ¿Cómo has podido irte así, sin avisar, sin despedirte? Le hablaba en silencio, no podía mover los labios, hubiese sido una herejía. Clara, la que nunca callaba, la que quitaba la palabra aún antes de que hubiese empezado a nacer.

¿Cuánto hacía que no la veía?, ¿un año, dos? La de ellos había sido la historia de un amor intermitente. Se conocieron en la escuela y con apenas doce años, ya eran novios. En realidad siempre  habían seguido siéndolo. Encuentros, desencuentros, nuevos reencuentros…

En medio de  sus rupturas, ambos se habían casado, él incluso dos veces, Clara solo una. Probó y apenas un año después se divorció y volvió a buscarlo a él, que también acababa de romper su primer matrimonio, para meterse en su cama y decirle que nunca más volvería a casarse, que las mujeres casadas se quedan sin futuro, y  que prefería tenerlo a él como  novio eterno, porque seguramente, cuando ambos se cansaran de buscar eso que no acababan de encontrar, se unirían para hacerse viejos juntos.

Estamos hechos el uno para el otro, le dijo, pero tenemos dinamita en el cuerpo y hasta que no la explotemos toda, no podremos vivir en paz.

Sus reencuentros no solían durar mucho, pero ese sí, ese había sobrepasado todos los anteriores y llegaron a vivir juntos más de cinco años. Hasta que una mañana él se levantó y ella ya no estaba. Le dejó una nota en la que simplemente decía, “ya tengo que irme”.

No le dolió, sabía que antes o después, volverían a reencontrarse y además, ya empezaba a tontear con la que sería su segunda mujer. Quizás ella lo supo y por eso se fue, o quizás se fue porque ya ella también suspiraba por otro amor.

Volvió a aparecer cuando la pasión que lo llevó de nuevo al altar, se había convertido en cenizas hacía ya algún tiempo, y ella fue la excusa perfecta para poner punto y final, a lo que en realidad ya lo tenía hacía tiempo.

Juntos se curaron las heridas y cuando se restablecieron, volvieron a separarse.

Creo que esta vez, es la última que me voy, le dijo al marcharse.

Y efectivamente lo había sido, porque ya nunca habría reencuentro, ya no se harían viejos juntos. La dinamita que la quemaba por dentro, le había reventado sin avisar. Un cáncer fulminante, le dijo el médico.

¿A quien pediría auxilio ahora? Habían jugado a ser viejos sin serlo, para ensayar el que sería el acto cumbre de la obra que les había tocado vivir, el tercer y último acto, con la bajada de telón incluida. Se imaginaron ya ancianos, rodeados de ternura, ya sin la pasión que había arrebatado sus vidas; cuidándose el uno al otro, siendo él bastón para ella y ella andador para él. Habían imaginado incluso, que morirían mientras dormían, al mismo tiempo, y que sería la señora de la limpieza, quien los encontraría cualquier mañana.   

Con lo que ninguno de los dos contaba, era con que la muerte pondría fin, a lo que parecía no tenerlo; que su historia de amor,  siempre inconclusa, se vería interrumpida de pronto, sin avisar, sin  darles tiempo a disfrutar de la paz, que mientras vivieron no supieron encontrar.

Y ya no quedaba tiempo. Por eso nunca se sintió tan solo, como cuando la soledad de su ausencia lo aplastó, que fue al comprobar que esos labios que tanto le dieron, ya no podrían volver a darle nada, ni los besos por los que moría, ni las palabras que le robaba.

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