LOS CUENTOS DE CONCHA

LA ANTESALA DEL CIELO

CONCHA CASAS -Escritora-

Había escogido la mesa más apartada de comedor, lo hizo adrede. Había quedado allí con su amante, todavía no lo sabía, pero esa sería la primera vez de muchas más.

Se habían conocido en el trabajo, para ser más exactos él era su jefe y mucho mayor que ella. La historia parecía ton tópica como típica, pero la pasión que la había empujado a aceptar esa cita, tras aquel primer escarceo en  la cena de Navidad, era tan real y auténtica, como reales eran los nervios que la devoraban. Tenía la sensación de que sería incapaz de probar bocado.

Habían quedado a las tres, ese día no trabajaban, pero ella acuciada por su propio nerviosismo, había llegado casi media hora antes.

Se pidió un vermú, no solo la calmaría, sino que además ayudaría bastante a que esa rigidez que sentía en el estómago, fuera desapareciendo.

Se preguntó cuantas de las parejas que ocupaban el local, terminarían subiendo a las habitaciones del hotel, como, si todo salía bien, acabarían haciendo ellos.

Mientras saboreaba su copa, repasó aquella primera y hasta ahora única vez, y las mariposas que ese día revolotearon por su cuerpo, llevándolo a los brazos del hombre que las había puesto en movimiento, aletearon de nuevo presintiendo el reencuentro.  

Aquella noche, con la prisa del deseo sorprendido, dieron rienda suelta a su pasión en el mismo despacho de Luis… Luis, ya no era Don Luis, era Luis, un hombre de carne y hueso, que jadeaba sobre ella y que la miraba con el deseo encendido del que ya no esperaba volverlo a sentir.

Quizás fue eso lo que la enamoró de él, verse reflejada en su mirada. Nunca había sido tan bella, ni jamás su cuerpo fue tan perfecto como al desearla él, por eso se había sentado en la última mesa, porque sentía que las miradas de todos se posarían en ella y que todos adivinarían lo que había ido a hacer allí.

Había terminado el primer martini, cuando lo vio entrar. Su cuerpo entero se puso en movimiento y hasta el último de sus poros suspiró de placer.

A partir de ese momento, todo le dio igual, no sabría decir qué comieron ese día, ni tampoco si la gente de alrededor los observaba, ni tan siquiera si algún conocido entró en el recoleto comedor.

Solo supo que a partir de ese día, ese pequeño comedor de hotel, sería para ella la antesala del cielo, de ese cielo al que solo entre sus brazos, sería capaz de tocar.   

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