LA ACUARELA
“Mira esa acuarela, la pintó Ana, antes de irse”.
Todavía no se había recuperado de la impresión que le había causado entrar en esa casa. Bueno, casa era una palabra que le venía grande, muy grande, a esas cuatro paredes húmedas e infectas. Por eso, cuando giró la cara para mirar la presunta acuarela, las palabras que se le habían atascado en la garganta, le bajaron de golpe al estómago y se lo contrajeron, en un acto tan físico, que él mismo se encogió con él. Una mancha informe, de un tono gris ceniciento, llena de una espesa y tupida capa de moho, que apenas destacaba sobre una pared en unas condiciones no mucho mejores que lo que un día fue un lienzo, le hizo mirar a su interlocutor, como si se dirigiese a una especie de extraño maniaco, y un escalofrío cercano al miedo, le recorrió la espalda.
Pensó en el retrato de Dorian Grey, posiblemente el resultado final debió aproximarse bastante a lo que contemplaban sus ojos. A su mente vino también, una antigua película de terror, en la que los protagonistas llegaban a la casa de un pariente lejano. En un primer recorrido por la misma, comprobaron que nada de lo que en ella había, denotaba la presencia de un ser vivo. Es más, al llegar a la cocina, un trozo de pan, que al tomarlo en las manos se deshizo, le hizo decir a la protagonista la misma frase, que se le ocurrió a él, cuando cruzó el umbral de ese tablón que hacía las veces de puerta: “aquí no vive nadie hace siglos”.
Pero no era cierto, el dueño de “eso”, había muerto hacía unos días y hasta entonces, ese había sido su único domicilio conocido.
No escuchó nada más de lo que le decía el extraño personaje, que lo había llevado hasta allí. Recorrió los apenas cuarenta metros, que ocupaba esa tumba que se hacía pasar por casa, y trató de encontrar algo que le hiciese entender, cómo alguien pudo haber vivido ahí durante más de treinta años.
Sabía poco del que fue dueño de la casa, apenas habían coincidido un par de veces tomando café y comentado las noticias del día. Entonces le pareció un hombre inteligente y sagaz, aunque su aspecto algo abandonado y sucio, no invitaban a mayor cercanía con él.
El tono ceniciento que manifestaban las paredes, no era producto de la escasez de pintura. Esas paredes, sencillamente nunca habían sido pintadas, ni en su zona exterior, ni en la interior. Al tono gris habitual del cemento, se le había adherido el de la humedad y la suciedad de tantos años.
Avanzó hacia dentro, pensando que quizás allí encontraría vestigios que humanizaran algo ese terrible lugar. Pero nada más lejos de la realidad, lo que vio, no hizo sino acrecentar aún más, esa desazón que se había agarrado a su pecho. Dos mantas raídas, sin sábanas, cubrían un jergón de apenas unos centímetros de grosor, que lo separaban de un suelo, tan mugriento y gris como todo lo demás.
“¿Ahí dormía?” se atrevió a preguntar. “Si, el mejor sitio, alejado del muro”. Contestó el que lo había llevado hasta allí, señalando la pared del fondo, que aparecía cubierta con una ligera pelusa de moho verde, a lo largo de toda su extensión.
Ese tabique formaba parte de un pozo, la casa había sido construida anexionada a él, para aprovechar el tabique ya levantado, y le confería ese olor a humedad que parecía invadirlo todo. El conjunto aparecía vencido y cubierto de una pátina espantosa, que denotaba un pasado cuando menos escabroso. ¿Cómo habría sido la persona que la habitó? ¿Que sentimiento albergaría su alma, para auto condenarse a malvivir ahí?
Ya nunca lo sabría, pero esa casa aparecía como un testigo mudo de su vida, como una acuarela sin forma, ni color, igual que la que colgaba en sus paredes, que evidenciaba una de las muchas formas que adquiere la miseria humana.