EL ÚLTIMO VIAJERO ROMÁNTICO

EL TIEMPO DEL SUEÑO

IÑAKI RODRÍGUEZ -Escritor-

Le conocí en un transitado hotel de Sídney. El ventilador del hall giraba luchando contra el calor de una noche de verano en Australia. El centroeuropeo, sentado en un antiguo Chester, saboreaba un whiskey irlandés de 12 años con las piernas estiradas y los pies apoyados en una banqueta china de madera tallada. Mirada al frente, perdida en un punto, vaso de whiskey en mano, caídos los brazos a ambos lados del sofá, como si recordara alguna batalla perdida que creyó que podía ganar… Su enorme barba blanca y las botas negras llenas de polvo me intrigaron mucho. Parecía venir del desierto. Me senté junto a él y entablé conversación. Al hablar sentí que nos conocíamos de toda la vida. Me contó una historia tan fascinante que hoy tengo, como tributo hacia él (ya un anciano) la obligación de contar y esto fue lo que dijo: ¨Viajar por el mundo enriqueció mi espíritu y me ayudó a ser astuto como serpiente y sencillo como paloma. Desde pequeño me entusiasmó, no solo saber que hubiera tantos países por conocer, sino también imaginar que había tantas aventuras por vivir. De todos mis viajes hay uno que jamás olvidaré por lo que me ocurrió y por el lugar donde aconteció: El ombligo del mundo. Un lugar en el que, según los aborígenes, dio comienzo la creación: Ayers Rock o Monte Uluru, Australia… Un cruce de caminos donde los sueños son una realidad. Corría el año 1998 cuando salí de Darwin, un cinco de noviembre a las 15.30 pm, con toda la confianza puesta en un Toyota, que parecía tan viejo como yo, pero fuerte como un tanque. Mi esposa acababa de fallecer y en mi tristeza, murieron también mis ganas de vivir y dejé de soñar. Era una excelente viajera y dimos la vuelta al mundo, pero esta vez nuestros caminos se separaron quizá para siempre, quién sabe, puede que en otro sitio nos volvamos a encontrar. Berry, Kakadu, Cooinda, Katherine, Kununura, Wyndham, poblados que fui dejando atrás, absorbido por los trescientos sesenta mil kilómetros cuadrados de un gigantesco y misterioso desierto. Cuando se pasa hambre y sed de verdad, uno despierta a la vida poniéndose al servicio del ansia del ser humano por sobrevivir. La nada te reviste del todo: el escudo de la fe, pues la fe completa al aventurero. No basta la brújula y el mapa, ni la cantidad de comida o agua que uno lleve, no solo de pan vive el hombre. El factor X (aquello con lo que no contábamos) te puede jugar una mala pasada. Perderse en el camino a veces no es tan malo pues se descubren lugares que nunca soñaste encontrar. El frio de la noche y el desmesurado calor del día, hacen mella en todo aquel que ose cruzar el desierto. Entusiasmado pero, a la vez, como embrujado, se queda uno con el fuego de la hoguera chispeando en medio de un inmenso reloj de arena y como no, las estrellas del hemisferio sur, son las mejores compañeras para organizar la ruta a seguir en el resurgir de un nuevo día. El miedo no es un enemigo, es un aliado para el que aprende a aceptarlo pues hace que las entrañas se revuelvan y salga de lo más profundo de nuestro ser la valentía. Hay que seguir o morir. Organizarse, prever, cuidar hasta el más mínimo detalle, incrementa las posibilidades de salvar la vida. Llevaba veinte días recorriendo un interminable y solitario camino de tierra cuando, tras pasar infinidad de precariedades y numerosos altibajos en los que dejé atrás ¨billabongs¨ y aborígenes escondidos bajo anchos sombreros de cuero, se me rajó una rueda. Al salir del automóvil divisé una enorme roca que se erigía majestuosa coronando nuestro hermoso planeta. El sol se estaba poniendo y ese monte sagrado llenó mi ser de una paz como nunca había sentido. Recorrí los tres últimos kilómetros del viaje a pie, como sonámbulo, atraído por su imponente y fulgurante color cobrizo. Al llegar al monolito obvié los grupos de turistas y entré por una de las cavernas de sus pliegues. Continué andando y sentí una voz que me llamaba por mi nombre.  Llegué a un enorme habitáculo, probablemente en el mismo corazón de la roca. Un hombre semidesnudo me pidió sentarme en una piedra y pintó mi cara con tiza blanca diciendo: Al principio no había nada, sólo el Gran Espíritu Creador de la Vida. Un buen día el Gran Espíritu comenzó a soñar… Soñó con los cuatro elementos. El Espíritu Creador se aburrió del sueño y mandó la Vida al Sueño para hacerlo real. El Espíritu Creador enseñó a soñar al pez Barramundi, éste a su vez pasó el secreto de soñar a Currikee, la tortuga. Currikee enseñó a su vez a Bogai, el lagarto, éste a Bunjil, el águila, Bunjil al espíritu de Coonerang, la zarigüela, ésta a Kangaroo, el Canguro y éste al Hombre. Todos, excepto el hombre, se fueron pasando dicho secreto porque no lo entendían, pero el Hombre si entendió el sueño. Soñó con bosques, océanos, el canto de los pájaros y la risa de los niños y el Hombre comprendió entonces el sueño. El Hombre entendió que con el Sueño todos los seres estaban unidos y tomó la responsabilidad de proteger su soñar. Así fue como el Gran Espíritu Creador de la Vida supo que su secreto estaba a salvo. Entonces se fue a dormir tranquilo a un lugar lejano. Esta es la razón por la que la tierra es sagrada y el Hombre debe ser su protector¨. Entonces sintió que era tiempo de soñar y que debía proteger y cuidar sus sueños y la naturaleza. Se quedó a vivir en Australia y construyó el mayor jardín desértico del mundo dentro de una ciudad. A veces no tengo más remedio que acordarme de Jean y lo imagino caminando por el desierto, aparentemente perdido aunque nada más lejos de la realidad. Me hace recordar que, en las tormentas de arena, hay que tener paciencia y no dejar de soñar.

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