EL BOCADILLO DE LA MARRAJERA
Todas las infancias son felices, las circunstancias que las rodean son lo de menos, esas pesan después, cuando uno crece y compara; es en ese momento cuando se sufren las carencias, que entonces solo formaban parte del marco de esa felicidad incondicional.
Pero no está de más recordarlas, es bueno saber quienes somos y de donde venimos. Lleguemos a donde lleguemos, no olvidar nunca donde estuvimos en aquella mágica edad.
La nuestra fue difícil, la situación de nuestro entorno no era precisamente la más idónea para conseguir un desarrollo adecuado, aún así lo conseguimos y prácticamente todos los de aquel entonces hemos logrado tener una vida digna y plena. No me cabe ninguna duda que eso se lo debemos a los maravillosos padres que tuvimos la suerte de tener, vaya como homenaje a ellos estos recuerdos que no dejan de ser eso, un bello y a la vez triste recuerdo que la pesada bruma del tiempo nunca conseguirá borrar.
No se hasta donde se remontaría mi memoria, pero creo que el momento de incorporarme a la escuela puede ser un buen comienzo. Contaba siete años de edad cuando lo hice. Por aquel entonces en un pueblo tan diminuto como este existían cuatro, las de los pescadores, una para niños y otra para niñas y la de los agricultores, igualmente dividida en dos. La diferencia no era la que indicaba su nombre ni mucho menos, los criterios para asistir a una u otra eran puramente económicos, es decir, la de los pescadores era la de los pobres y decir pobre en aquella época era decir miseria, necesidad, hambre.
De lo que aprendí allí bien poco puedo contar, íbamos sobre todo a recibir nuestra ración diaria de leche americana. Recién llegados, tras entonar el “cara al Sol”, el “prietas las filas” y rezar un padrenuestro, íbamos con un cubo de agua a la panadería de Baltasar, a que nos la calentase para poder verter luego aquellos polvos, que como por arte de magia se transformaban en leche; no todos, algunos se quedaban hechos grumos, esos eran los que más me gustaban, los chupaba como si se tratara del más delicioso de los caramelos, cosa que por otro lado no había probado jamás.
El horario establecido era de de diez a una por la mañana y de tres a cinco de la tarde, en teoría, porque rara vez se cumplía. Nuestros padres solían pedirle permiso al maestro sobre las tres y media, para que nos dejasen salir a ayudarles con los remos en la pesca del calamar.La búsqueda del sustento era sagrada y era el motor de todo lo que se movía.
Cuando salíamos del colegio, lo primero que hacíamos era rebuscar en las basuras, sobre todo en la del Mesón y los otros hoteles
Por todo material disponíamos de una carpeta que nos regalaba el Ministerio de Educación, en la que había tres lápices y un cuaderno y por supuesto la omnipresente enciclopedia Álvarez.
Sin embargo allí prácticamente no aprendí nada, fue después mi padre quien me enseñó con una pequeña cartilla a deletrear una a una las letras, teniendo en cuenta que él era analfabeto, su trabajo fue poco menos que una obra de titanes.
A los diez años dejé la escuela, las necesidades eran muchas y había que trabajar, aún así mis padres me apuntaron a la escuela de D. Paco Melero, maestro republicano cesado por el régimen, pero que seguía enseñando a quien lo necesitaba y ahí era a donde acudíamos todos los que trabajábamos, tras la dura y larga jornada.
Las condiciones de vida, en general eran muy duras, tanto que cuesta imaginarlas hoy en día. Las casas, por llamarlas de alguna manera, eran locales sin separaciones ni prácticamente mobiliario, en cada uno de ellos se hacinaban tres o cuatro familias, separadas únicamente por una cortina.
Pasábamos hambre, cuando nos levantábamos, en el estómago se nos hacían olas y te echabas a la calle a buscar lo que fuera, robábamos higos, tomates o lo que se pillara. Recuerdo en una ocasión en que fuimos a robar huevos, conseguimos uno hermosísimo y con nuestro preciado botín nos fuimos a la playa, a cocerlo en una vieja lata. El agua se consumió varias veces y el huevo no se cocía, creo recordar que estuvimos más de media mañana intentándolo, cuando por fin lo sacamos para ver que ocurría, resultó ser que era falso. Por aquel entonces se rellenaban de yeso y se colocaba en el ponedero, para animar a las gallinas a que pusieran más. Pero aquella mañana la gallina no se había animado y nos llevamos el de muestra, con lo cual el levante arreció en nuestro estómago.
El Lazarillo de Tormes se quedaría a la altura de un simple aprendiz, al lado de las múltiples mañas que empleábamos, sin duda alguna la necesidad es la mejor de las maestras.
Todos los años se teñían las redes, para ello había que hacer un gran fuego, era necesario buscar combustible. El más cotizado eran las alpargatas viejas, ya que el plástico que llevaban hacía arder más la lumbre.
Recorríamos el monte entero para encontrarlas, eran las mejor pagadas.
Con apenas nueve años ya acudíamos a recoger almendras, luego las vendíamos y así se echaba una mano en casa.
La mayoría de nuestros padres pasaba algunos meses al año en Barcelona, vivían en el barco en unas condiciones infrahumanas, para luego traer algo de dinero a sus casas. Mientras tanto, en los comercios, nuestras madres compraban con las “cartillas”, en las que los dueños iban anotando todo lo que ellas retiraban. Siempre contando con la buena fe, ya que nuestras pobres madres eran analfabetas. Durante esos meses, en el pueblo no existía el dinero.
Cuando estaban aquí los hombres, una de las tareas más duras era la pesca de la marrajera. Tan dura era, que las madres ese día les preparaban a nuestros padres, un bocadillo único normalmente de tocino, una delicia que en pocas ocasiones se disfrutaba. Ese día era fiesta mayor para los niños, nuestros padres pasaban la durísima jornada sin comer y cuando llegaban a la playa, los esperábamos como si los que arribasen fuesen los mismísimos Reyes Magos. Agotados de su trabajo, la sonrisa al vernos era lo primero que se dibujaba en sus rostros y una inmensa satisfacción aparecía en sus ojos cuando nos daban ese único y maravilloso bocadillo, que con tanto amor nos habían guardado. Nunca llegué a saber si las madres se enteraron de ello…
Nuestra infancia transcurría en los límites de nuestro pueblo, salvo causas de fuerza mayor, como una enfermedad grave, no se sobrepasaba esa imaginaria frontera, en mi caso en particular no lo hice hasta los dieciséis años.
Se vivía en la calle, en verano incluso se dormía en ella. Con una manta a cuestas, las familias enteras se iban a dormir a la playa, huyendo de esos treinta metros compartidos en aquellas precarias viviendas de adobe y caña. Cuando llovía el agua nos inundaba y los ratones se nos caían encima mientras dormíamos.
Por supuesto carecíamos de agua corriente y de cualquier otra clase de comodidades, nos bañábamos una vez al año, para las fiestas. Las ropas que nos cubrían eran heredadas una y mil veces, remendadas por nuestras madres hasta la saciedad.
Pero éramos felices. No conocíamos otra cosa más que lo que teníamos, no existía comparación posible.
Nuestros juguetes eran los que fabricábamos nosotros mismos, con cañas y llantas. También inventábamos juegos como el de los “santicos”, dibujábamos un círculo en la placeta, en la arena, antes habíamos recogidos viejas cajas de cerillas y los dibujos que había en las tapas eran nuestros “tazos”, la zona de juego el círculo. En verano era cuando más emocionante se ponía el juego, ya que la llegada de extranjeros propiciaba el que hubiera nuevos “cromos”.
Hablando de extranjeros, nosotros éramos los que entonces los perseguíamos pidiéndoles una peseta. Cada vez que viajo a cualquier país pobre, me veo en cada uno de esos niños que me persigue suplicándome unos céntimos. Me veo en eso y en como cargan con sus hermanos menores, como lo hacía yo con mi querido hermano Antonio, siempre a cuestas.
También jugábamos al “hollico”, pero eso fue después, cuando ya trabajábamos y en vez de cajas de cerillas usábamos céntimos.
Sacábamos unos centimillos cuando arribaban los barcos y se hacía el reparto, si sobraba alguna perra chica, era para nosotros los chiquillos y allí esperábamos anhelantes a que eso ocurriera.
Los higos tienen también un especial recuerdo en mi infancia. Durante el verano se recopilaban y en las viejas cajas de madera donde venía el tabaco, se conservaban para que en el duro invierno hubiese que comer. Nuestras madres los precintaban y escondían debajo de las camas. Aún así, nos buscábamos la manera de que sin se notase mucho, ir cogiendo poco a poco. Cuando llegaba el momento de abrir las cajas siempre se achacaba a las ratas la falta.
El conseguir higos (casi siempre robados) en más de una ocasión trajo la tragedia al pueblo, pero eso forma parte de la historia negra del mismo y no es ahí donde quiero entrar.
El municipal, apodado “el bizco”, era nuestro tormento. Su obsesión era rajarnos las pelotas y en aquellas circunstancias una pelota era un artículo de lujo. Afortunadamente nuestros padres nos daban las viejas boyas de los barcos y eso era lo que utilizábamos.
Cuando ya cumplíamos trece años nos enviaban a trabajar, normalmente y como era para aprender, echábamos maratonianas jornadas de horarios interminables, a cambio de la comida y la cama.
A partir de ese momento se nos consideraba hombres, nuestra obligación era llevar un jornal a la casa y lo hacíamos.
Siempre quedaba hueco para el juego, la infancia es ese fantástico lugar donde habitan los sueños y muy pocas veces puede ser destrozado. Lo mejor de entonces, quizás fuese la complicidad con los amigos, todos nos veíamos envueltos en esa realidad que con tanta facilidad transformábamos. Quizás por haber pasado tanto, nuestra relación se selló a sangre y fuego, perdurando en el tiempo más allá de filias, distancias o fobias.
Hemos querido recordarla porque a veces cuesta creer que algo así ocurrió hace tan poco tiempo y no olvidar de donde venimos hace que no se pierda el rumbo, rumbo que afortunadamente nos ha llevado a buen puerto
Concha Casas sobre un recuerdo de Manuel “El rubio”