EN LA ESTACIÓN
Es curiosa la expresión que reflejan sus caras. La mayoría apenas más que la desidia que la espera dibuja en sus rostros. Tras cada uno de ellos una historia.
Enfrente del bar hay una viejita frágil, por supuesto del negro riguroso que acompaña a aquellos cuyas vidas han rebasado las de sus seres más queridos. Su mirada es resignada, solo ella sabe lo que se esconde tras esas carnes que algún lejano día fueron firmes y deseables. Lleva una maleta y dos bolsas por las que asoman un osito de peluche y un pequeño coche de plástico. Serán para sus nietos, hará tiempo que nos los ve.
Una joven con los cascos puestos, escucha hip hop, sus acordes llegan incluso hasta los oídos más alejados del extremo del banco que ocupa. Los de ella deben estar sufriendo una descarga de decibelios que solo sus quince años son capaces de soportar. De vez en cuando levanta una mano y con el dedo índice acusa a algún imaginario culpable, hostigado por esas canciones que intentan reivindicar lo bello utilizando las palabras mas feas.
Su colorida y mínima ropa contrasta con la de la anciana que a su lado parece aún más marchita.
Debe esperar a alguien ya que no lleva equipaje. Seguramente a algún amigo especial, a esa edad siempre hay un amigo especial.
Un grupo de adolescentes uniformados con sus ropas de transgresores, compradas casi con total seguridad en los mismos grandes almacenes, son los que definitivamente rompen el silencio. Escandalizan con sus risas y sus proyectos de los que a todos hacen partícipes. Inician su viaje y tienen prisa por llegar. No saben que la mayoría de ellos se arrepentirá siempre de haber llegado demasiado pronto. Pero todavía eso no pueden ni atisbarlo. Todavía creen que la juventud es eterna y exclusiva de ellos. No imaginan que todos los demás que callan y los observan en el andén, incluso esa señora anciana ya y vestida de negro tuvo sus propios sueños. Quien sabe… quizás todavía los tenga.
A lo lejos llega el tren, ya no echa humo como aquellos que anunciaban su llegada tras la fumata negra que se mezclaba con las nubes y que quedaron eternamente inmortalizados en los cientos de dibujos infantiles que aquellos niños que fuimos trazaron un cálido verano.
Sí sigue pitando como entonces. El bullicio de la estación se incrementa aún más con su sonido. Todos se movilizan. La abuela se apoya en la maleta para ponerse de pie. Afortunadamente las ruedas facilitan su transporte y casi le sirve de andador. La jovencita se ha quitado los cascos y salta de alegría saludando al interior del vagón donde alguien compartirá su mismo entusiasmo.
Los adolescentes se empujan unos a otros presurosos por entrar. Es un largo recorrido. En breve reinará el silencio, la modorra se apoderará de todos y solo el paisaje mantendrá la ilusión del cambio. Los árboles pasando a una velocidad casi supersónica se suceden en una monótona cadencia que contribuye a la modorra. Hasta los más jóvenes se han callado ya. Con sus largas piernas estiradas a través del pasillo cabecean iniciando un sueño en el que pronto se ven contagiados todos los que van en el mismo vagón, que ya huele solo al sopor que los envuelve .
Es un largo viaje que como todos, acabará en una estación parecida a la que los vio embarcar, seguramente allí habrá personajes similares, con similares expresiones, incluso quien sabe si con parecidos sueños e ilusiones.
Historias repetidas cada día en cada estación, que permanece impertérrita, prestándose como escenario a cientos, miles de historias repetidas cada día en cada una de ellas. Solo los personajes varían, o quizás no, quizás los personajes sean también los mismos y solo cambie su aspecto externo. Viajeros en el eterno y repetido viaje de la vida. Único y diferente por cada uno que lo protagoniza.