LOS CUENTOS DE CONCHA

EL VIEJO MARINERO

CONCHA CASAS -Escritora-

Allí estaba, sentado en la roca, solo como siempre. A esas horas en las que el sol apenas nacido mira a la luna, que todavía alarga su estancia en el cielo, como si quisiera verlo y decirle algo. Algo que él no va a entender nunca, porque la vida que él vive, no tiene nada que ver con esa otra en la que ella es la reina absoluta.

En ese momento único del amanecer se encontraban cada día. Cada uno a solas con sus pensamientos, disfrutando de la paz, que ese instante único del día, brinda a los afortunados que se aventuran a disfrutarlo.

Nunca o casi nunca hablaban, apenas un saludo con la mano y una sonrisa, tan franca como cómplice. Pero ese día, Elena sintió la necesidad de acercarse a él, le sonrió de nuevo y se sentó a su lado.

Siempre le llamaba la atención su actitud. Miraba hacia el mar como si esperase que este le diese la clave de un enigma cuya respuesta llevaba buscando años y años.

Por eso, esa mañana al sentarse a su lado dirigió la mirada hacia esa inmensidad azul, que parecía hablarle al viejo marinero y tras permanecer un rato en silencio a su lado, le preguntó abiertamente en qué pensaba.

La miró, sonriendo también y con un gesto extrañado le contestó: ¿En que voy a pensar mujer? en la vida, que de pronto se me ha ido

Y de nuevo calló. Le gustaba ese hombre, parco en palabras, pero llenas estas siempre de una sabiduría tan antigua y ancestral como la propia humanidad. No sabía leer ni escribir, pero él en sí mismo era una enciclopedia andante.

Permanecieron callados mirando ambos hacia el horizonte, donde un espeso cinturón gris de nubes bajas parecía querer fundirse con el mar, pero no para ahogarse en él, sino más bien para apoyarse en su superficie y descansar.

– ¿Habrá niebla hoy?- volvió Elena a romper el silencio.

– ¡Que va! – exclamó él – eso es viento, ¿no lo ves que aplasta con su fuerza a las nubes? Ata bien las persianas que hoy soplará fuerte, muy fuerte. Pero igual que viene se irá. Mañana hará un día estupendo, de calma chicha.

Esa sabiduría antigua no dejaba de fascinarla. En alguna ocasión le preguntó sobre el origen de la misma. Y él, jocoso como siempre que hablaba con ella, le respondió:

– ¡Mujer! Cuando el hambre aprieta y no hay más que hacer que tumbarse a mirar el cielo… ¿No vas a aprender?

Manuel pertenecía a esa clase de hombres que observaban la vida y sabían leer lo que ella quería decirle. Su existencia no había sido fácil, la carencia lo había acompañado desde antes de nacer. Ya en el vientre de su madre supo de ella y quizás por eso había aprendido a resignarse y aprovechar sus peores momentos, no para desesperarse, sino para observar y aprender.

Por eso lo que él le contaba le parecía tan maravilloso como casi mágico y por eso le gustaba estar a su lado, ya que esa sabiduría antigua no podía aprenderla en ningún libro, ni en ningún manual.

Ya no había hombres como él, y por eso cuando lo escuchaba, lo hacía con la devoción de quien sabe que lo que está recibiendo es algo sagrado. Y que solo algunos privilegiados tienen acceso a ello, no solo por el contenido de tan, para ella prodigiosa plática, sino por la manera en la que él mismo lo había obtenido: la mera observación.

Y quizás esa fuera la mejor y más valiosa información que podía obtener de ese sabio y viejo marinero, el saber que dentro de cada uno está contenido todo el conocimiento de la humanidad y que solo de nosotros depende acceder a él.

No volvieron a hablar, solo al levantarse para decirle adiós, esbozó unas palabras a modo de despedida.

El sol ya brillaba orgulloso en el cielo y la luna se había retirado a sus aposentos, como huyendo de ese viento que ya empezaba a soplar.

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