EL SÍNDROME DE CENICIENTA
Conducía hacia su casa con la calidez todavía intacta en su corazón y a la vez con una extraña sensación de ambigüedad.
Como siempre, en determinado momento sintió el impulso irrefrenable de irse. Siempre le ocurría igual pero nunca le había dado la menor importancia. Pero ese día sí. Porque ese día en particular no quería marcharse.
Todavía no acababa de asimilar lo que le había ocurrido. Asistía a una comida de empresa, lo hacían dos veces al año. Por Navidades y en la festividad del patrón que era lo que habían celebrado hoy.
Todos se conocían . Los más antiguos eran Luis y ella misma. Entre ellos había una camaradería que nunca llegó a traspasar esos límites, se caían bien y se respetaban pero mantenían una cortés distancia que ninguno hubiera sabido explicar muy bien a qué se debía.
Por eso al llegar al restaurante esa mañana, le sorprendió comprobar que él la estaba esperando. Nada más verla se acercó a recibirla y pasando su mano por su cintura la acompañó hasta donde estaban los demás.
Esa inesperada cercanía disparó todas sus alarmas. El contacto de su mano sobre su talle era tan elocuente que ocupó todo el espacio. Apenas podía ni escuchar lo que le decían los demás, solo esos cinco dedos que de pronto se convirtieron en lo único, era como si el mundo girase en torno a esa mano adherida a su cintura. .
Su cercanía no fue solo física sino que consiguió hacerla sentir que cada palabra suya era venerada como si fuese una oración. Se interesaba tanto por todo lo que salía de sus labios que consiguió hacerla única.
A la hora de sentarse a la mesa, lo hicieron juntos, ¿como si no? Habían alcanzado tal simbiosis que hubiese sido inimaginable de otro modo. Apenas comió, solo lo que él le acercaba para compartir los sabores que más llamaban su atención.
Pero no tenía hambre, era como si la cercanía de Luís la alimentase tanto que no necesitase ingerir nada más que su cálido y permanente contacto.
Cuando llegó el postre su boca rebosaba el dulzor que habían adquirido sus palabras. La devoción con que él las escuchaba había obrado el milagro y no necesitó probar nada para sentir la textura del almíbar en su paladar.
Estaba feliz como hacía mucho tiempo no se sentía, casi podía decir que flotaba. Por eso no entendió muy bien, porqué de pronto se activó en ella ese resorte que la conminaba a irse con tal premura, que no existía nada en el mundo capaz de retenerla.
Por más que él lo intentó no hubo manera. Se iba.
Entonces fue cuando ese tacto de su mano en su talle se convirtió en abrazo y en ese momento sus bocas aún rebosantes de miel se juntaron.
Por eso cuando llegó a su casa no se supo contestarse a sí misma al preguntarse por qué se había ido. Y por eso decidió averiguar de donde procedía ese extraño síndrome de cenicienta que la obligaba a abandonar el baile, aún a sabiendas de que su carroza no iba a convertirse en calabaza.
Buscó hacía atrás en su memoria y efectivamente siempre había un momento de huida. Porque viéndolo así con la perspectiva del tiempo era lo que se le antojaba, una huida.
No había ni una sola fiesta, cena o baile, del que no se recordase marchándose de la manera más repentina. Recordaba a su amiga Isabel enfadada tantas veces con ella por dejarla sola tantas veces.
Lo que no conseguía entender era cual era la causa última que la obligaba a hacerlo.
Entonces recordó una vieja historia que a su madre le gustaba contar cuando ella era pequeña. Apenas sabía hablar, todavía vivían en el pueblo y en la casa de al lado había una niña más o menos de su misma edad. Muchas tardes tirándole del delantal le decía a su madre: “mamá, sasa nena yo tin”. Pero lo más curioso y lo que siempre contaba riéndose era como, cuando aparentemente estaban en lo mejor del juego, ella abandonaba a su vecinita y acercándose a la madre de esta le decía “sasa mia yo ya”, con una firmeza tan impropia de alguien tan diminuto que no podía menos que provocar la sonrisa de quien la escuchaba.
O sea que si sus recuerdos no la engañaban lo suyo venía de muy lejos. No parecía responder a ningún tipo de trauma ni a ninguna orden impuesta por alguna rígida hada madrina.
También era cierto que hasta ese momento nunca le había molestado, pero esa noche a pesar de lo a gusto que se sentía en el seguro refugio de su coche, añoro lo que de pronto se le antojó lo mejor y más cálido.
Añoraba los brazos de Luis como si la hubiesen cobijado siempre, como si ese fuese el refugio al que siempre quiso volver, desde los lejanos días de su infancia y con esa certeza fija en ella, giró el volante y por primera vez en su vida, esa noche no volvió a casa.