EL SILENCIO
Es curioso que ahora pesara el silencio. Había convivido entre ellos tanto tiempo que se había convertido en uno más, en algo tan familiar que ni estorbaba, ni se sentía. Y ahora de pronto era una losa que amenaza con aplastarlos, con sepultarlos bajo su frío peso. Y todo por unas palabras dichas a destiempo. Es curioso que hubiesen sido precisamente las palabras, las que habían dado forma a lo que siempre existió.
Quizás ni siquiera fueron dichas a destiempo. Quizás desde el principio estaba escrito que ese día se pronunciarían, precisamente para dar vida a lo que ya no la tenía.
El tedio, la costumbre hacen pasar por rutina lo que llega a ser un simple vegetar y es la misma vida en sus deseos de retornar, quien pone en la boca palabras que jamás se hubiesen creído capaces de pronunciar, pero que una vez articuladas, tienen la fuerza desatada de los elementos con que en ocasiones la naturaleza castiga o premia, aunque después de ellos venga siempre la renovación.
La calma chicha que queda tras la tempestad es el mejor barbecho para empezar de nuevo, para sembrar la próxima cosecha que se recogerá como espigas doradas y fuertes, llenas de un poderoso grano que dejará nuestra despensa repleta por una larga y fructífera temporada.
Quizás por eso rompió esa noche el sagrado silencio que los arropaba en su acogedor estar. En ese estar en el que no eran pero al que ya se habían acostumbrado y resultaba cómodo y fácil, como todo lo que se hace por hacer, sin pensar ni poner en ello la más mínima intención, ni de gustar, ni de no hacerlo, de una manera mecánica, como marionetas que ya ni necesitan de hilos que las muevan porque tienen su papel tan sabido por repetido, que es la propia inercia quien las mueve.
Y ahora todo lo que estaba latente desde hacia tanto tiempo que ya se habían olvidado de ello, afloraba como si hubiese permanecido acechante esperando el momento de saltar sobre su presa y devorarla.
Porque así era como se sentían, devorados, despedazados por dentro, heridos hasta lo más profundo, tambaleantes, frágiles. Sosteniéndose en un delicado equilibrio que no sabían cuanto tiempo iban a ser capaces de soportar.
Podían ocurrir dos cosas, o que el paso de los días los devolviese a esa estanca parsimonia en la que se llevaban arrastrando sus vidas desde hacía tantos años, o que para escapar de ese dolor que los había paralizado fuesen capaces de romper lo que ya estaba roto.
Las dos cosas eran difíciles, muy difíciles. La primera opción porque implicaba renunciar a la vida plena. No se engañaban, los buenos propósitos duran apenas lo que tarda la normalidad en volver y los hábitos adquiridos durante tantos años vencen sin apenas hacer ruido, sencillamente ocupan su sitio.
Y la segunda, porque romper implicaba un abismo al que daba pánico asomarse.
El día siguiente se presentaba lleno de incertidumbre, de soledad, de miedos… es el riesgo que todo inicio conlleva, la duda, incluso hasta el pánico.
La capacidad de elegir en ocasiones es tan dura como sería el no poder hacerlo.
De momento les quedaba el silencio, quizás en él encentrarían la respuesta.