TODO ES CHÉVERE
¡Qué chévere, mi amor, acércate un poquito no más! ¡Ay papasito, que lindo te ves!…
¿Les suena esta forma de hablar? Seguro que sí. Estas frases y otras parecidas, con su incombustible tonillo de deja vú y almibarada musicalidad para los oídos profanos, las hemos escuchado (no vayan a decir que no, los documentales de la 2 o Dmax no son lo único que hay) miles de veces. Tantas que algunas de las palabras o expresiones utilizadas en las telenovelas las hemos adoptado en nuestro lenguaje coloquial del día a día.
Las telenovelas (o culebrones como se les conoce despectivamente) han ejercido una gran influencia en los telespectadores desde su aparición hace ya algunos años. Aquí, en nuestra patria querida, la primera telenovela que nos llegó y nos subyugó fue la exitosa “Los ricos también lloran”, la historia de una pobre mujer que pasaba toda clase de avatares hasta conseguir la felicidad. Protagonizada por una jovencísima Verónica Castro (madre del popular cantante Christian Castro), comenzaba a las ocho y cuarto de la mañana y duraba apenas diez minutos. Diez minutos en los que mucha gente desayunaba absorta viendo (y sufriendo) las peripecias de unos personajes que se nos hicieron muy familiares. Y es que este tipo de historias nos enganchan: llenas de odios, rencillas, trampas y traiciones que se van alargando durante cientos de capítulos y donde, al final, siempre triunfa la verdad, el amor, la bondad y la esperanza. Imagínense ustedes si no da para estirarse la cosa en tantos capítulos. Tanto que, sin ninguna duda, podríamos ver los primeros episodios, dejar de ver la serie y engancharnos de nuevo en los últimos capítulos sin que variase ni un ápice la historia. Vamos, que para un parto (por muy bien que vaya) se necesitan al menos cuatro episodios; y para una boda, no menos de siete. La continuidad engancha y la cotidianidad casposa y llena de altibajos que es el común denominador de todas estas producciones, hace que nuestros problemas sean más llevaderos después de ver lo que sufre la pobre, abandonada, engañada, violada, arrestada, desahuciada, apaleada protagonista.
Con el paso de los años y aunque todavía son bastante numerosas en nuestra televisión, sobre todo en la sobremesa, las telenovelas venezolanas o mejicanas han ido siendo sustituidas por culebrones patrios, con guiones un poco más elaborados eso sí, y con personajes interpretados por reconocidos actores y actrices que se han subido al carro. Pero el lagrimeo fácil y barato aún sigue siendo el nexo de unión entre las producciones de ambos continentes. Y los problemas de los protagonistas que parecen no acabar nunca, ni tener solución a corto plazo. Otra de las características comunes entre ambas es lo buenísimas que están la protagonista y la mayoría de cohorte femenina de la serie. Bueno, al principio nos aparecerá demacrada, vapuleada, pobre e inculta (la mayoría de las veces) para ir haciéndose poco a poco y capítulo a capítulo una mujer más sofisticada, con la sangre más fría y capaz de disparar las hormonas masculinas hasta límites insospechados. Y todo se lió por un simple desengaño amoroso.
Si cualquiera de nosotros pasásemos las penurias de estos personajes, no llegábamos ni al capítulo cinco. Se lo prometo. Además, tampoco creo que nos lo tomásemos tan a la tremenda por un desamor. No nos daría el cuerpo abasto a supurar y reconstruirse después de tantos y tantos desengaños amorosos…
En fin, decirles que las telenovelas fueron creadas (y ahí radica su éxito) para evadirnos de las telarañas que nos cubren, grises y anodinas, hasta el punto de mimetizarnos y hacer nuestros también los problemas de otros mortales, aunque sea a través de la tele y los hechos estén aconteciendo a miles de kilómetros de distancia. Estudios recientes demuestran que observar, participar de las calamidades de los demás, aunque sean ficticias, libera en nuestro cuerpo endorfinas que nos hacen sentir bien, quizás porque vemos que los otros tienen problemas mucho más gordos que los nuestros. Ya se sabe: mal de muchos, consuelo de tontos.
Luego, en los corrillos en los bares, en la cola del supermercado o en la peluquería, debatiremos el último capítulo con el afán de intentar arreglar el mundo y hablaremos de los protagonistas como si los conociésemos de toda la vida, como si fueran de nuestra familia, como si el día anterior sin ir más lejos hubieran comido con nosotros en nuestra casa y en nuestra mesa: “¿visteis lo que le ocurrió a la pobre María Graciela Topacio Jennifer Lourdes?, es que no hay derecho ¡joder!”. “Espera a que se despabile, que la va a liar parda”. “Y ese Ernesto Fernando Julio Francisco de Asís es que no se entera el alelao, que la chica se muere por sus huesos”. “La suegra es la mala. Esa quiere quedarse con toda la herencia…”.
Y entre exabrupto y exabrupto y si nos pilla en el bar de la esquina, una copilla de fino entre pecho y espalda con una buena tapa de albóndigas, que ya se sabe, las penas con pan son menos penas.