CAPITULO I
Julio Rodríguez fue ministro de educación y ciencia en el gabinete Carrero Blanco en 1973. Muchos le conocen por el ¨calendario juliano¨. Como ya dije en mi artículo publicado en ABC el 4 de julio de 2013 ¨nunca se ha hablado tanto de un ministro que estuviera tan sólo seis meses desempeñando su cargo¨. Pensó en un curso académico empezando el 7 de enero y finalizando el 20 de diciembre con dos meses de verano y una prueba intermedia en junio, con apoyo profesoral durante las vacaciones para quienes lo necesitaran, todo ello influenciado por la enorme crisis que padecía el mundo en el 73 y con un presupuesto del ministerio completamente agotado. El otro punto que defendí fue su elección a los 44 años como ministro¨sin equivocación¨. Lo justifiqué con su impecable ¨curriculum¨ como doctor en Ciencias Químicas y en Farmacia, por la Universidad de Granada, con la calificación de Premio Extraordinario, entre otros grandes logros y por su buena gestión de la Universidad Autónoma en momentos muy conflictivos. Siempre me centré, al hablar de él, en la parte educativa (al igual que la inmensa mayoría de la gente que le menciona) pero nunca en el área de la ciencia y la investigación y es aquí, donde se me pasó un detalle clave sobre Julio Rodríguez: era un científico experto en radiaciones nucleares y radiactividad. Carrero Blanco quería una España poderosa en el ámbito internacional y para ello debía conseguir entrar, como dice Manu Escrig ¨en el selecto club nuclear, lo que haría que España probablemente tuviera derecho a veto en la ONU, ser junto a Francia el único país del continente con armas nucleares y disponer de una bomba atómica para ejercer una presión real sobre el eterno enemigo, Marruecos, y por extensión, sobre todo el Magreb, teniendo muy en cuenta al Sahara que, no por casualidad, era donde debía probarse la primera detonación experimental¨. ¨La fuerza disuasoria¨, como llamaba el presidente al poderío bélico de un país. El problema fue que el espejo donde mirarse lo tenía Carrero en la Francia del general De Gaulle (quien además apoyaba que España fuera potencia nuclear) y no en los Estados Unidos de Richard Nixon y eso, sencillamente, le costaría la vida. Los americanos tenían un cabreo monumental, no solo porque Carrero no quería cederles más las bases, sino porque se dieron cuenta que los españoles habían encontrado una de las cuatro bombas de hidrógeno que un avión estadounidense había perdido en Almería y, cuyos restos, habían copiado en tiempo record y fueron devueltos a la zona, como si nada hubiese ocurrido. De hecho, en la ofuscada entrevista que mantuvieron en Madrid Carrero y Kissinger (cuyas negociaciones duraron 48 horas) y a sólo dos días del asesinato del presidente, Carrero confirmó al Secretario de Estado americano su determinación de prohibir la utilización de las bases españolas a los ¨yankees¨. No sólo por cuestiones militares sino porque Carrero, experto en temas masónicos, sabía perfectamente que dichas bases estaban, como dice el catedrático de historia don Gonzalo María Fernández Hernández ¨sirviendo de entrada en España a determinadas logias masónicas como Skull and bones¨ (Calavera y huesos) y pensaba que los masones eran tan peligrosos como los comunistas y terroristas de entonces. Creía que la masonería liberal derivaba inevitablemente en una sociedad marxista.