LAS LUCES DE SAN ANTONIO Y LA EPIDEMIA DE 1679
Las epidemias de peste fueron la principal causa de mortalidad catastrófica en la España de la Edad Moderna. Capaces de amenazar a pueblos y ciudades, paralizaban su vida social y económica y ocasionaban una gran mortandad, en una época en la que, además del aislamiento de los enfermos, no se conocía ningún remedio ante la enfermedad.
La historia de Motril entre los siglos XVI y XVIII estuvo marcada por toda una serie de desastres, muchos de ellos de origen natural y otros impulsados por el hombre. No podemos entender nuestro pasado sin todos aquellos acontecimientos de carácter trágico que acaecían con demasiada frecuencia en la vida de nuestros antepasados: guerras, hambrunas, sequías, temporales, hielos, plagas, terremotos, incendios y epidemias, que diezmaban a la población y destruían las infraestructuras con tanto trabajo construidas.
En el imaginario colectivo de los motrileños de la Edad Moderna, la peste siempre fue la más terrible de las catástrofes que se podrían presentar,
Entre las distintas ocasiones que, desde 1507, la peste afectó a Motril, la epidemia de 1679 fue la más virulenta y la que ocasionó, sin lugar a dudas, más víctimas entre la población motrileña de la época y es, también, la mejor conocida por la documentación que se conserva en el Archivo Municipal de la ciudad, en los archivos provinciales y estatales y por el libro de D. García Niño de la Puente y Guevara: “Recuerdos para el escarmiento de las divinas iras y efectos de las soberanas misericordias, experimentadas en la epidemia contagiosa padeciada y perfecta sanidad lograda en la Muy Noble y Leal Ciudad de Motril este año de 1679”. La obra se publicó en Granada en 1680 y en ella, el autor, afirma que el número de difuntos sobrepasó los 7.000, cantidad muy elevada para una población que, según el Concejo Municipal, era de 3.600 habitantes, a no ser que en la cifra dada por Garcia Niño se incluyesen los fallecidos entre los trabajadores forasteros y sus familias que en el tiempo de la zafra venían a la ciudad a cortar la caña, a rozar las leñas y a trabajar en los ingenios azucareros; cuya cifra superaria seguramente las 10.000 personas, siendo esta una población muy sensible a las epidemias por su insuficiente alimentación y las condiciones insalubres en las que vivían. Documentos contemporaneos afirman que de las 1.715 casas que había en la ciudad, sólo se libraron del contagio 276, lo que nos da una visión muy clara de la intensidad de la plaga. Faltaron lugares de enterramiento en las iglesias, ermitas y cementerio, hubo que sepultar los cadáveres en las calles y plazas y fue necesario abrir fuera de lo poblado nueve grandes fosas comunes, llamadas “carneros”, para dar sepultura a la elevadísima cantidad de victimas.
La epidemia debió comenzar sobre el día 9 o 10 de abril de ese infausto año de 1679, fechas en las que se dieron los primeros fallecimientos. El Concejo se resistía a declarar la epidemia ya que eso significaba aislar la ciudad, interrupir las tareas de la zafra y cerrar los ingenios, con lo que la ruina ecónomica para Motril estaba asegurada.
A partir de esas fechas, los enfermos y difuntos se multiplicabna sin que de nada sirvieran los remedios de médicos y cirujanos que seguían afirmando que se trataba solamente de un tabardillo común. Pero el contagio no cesaba.
Ante la incapacidad de frenar el contagio por los medios tradicionales como era quemar enebro, romero y tomillo por la calles para purificar el aire; los motrileños tuvieron, como en otras ocasiones, que recurrir a implorar la ayuda divina. Pentencias públicas, ayunos, piadosas limosnas, votivas novenas y reverentes procesiones eran incapaces de detener la enfermedad que, día a día, se iba haciendo más maligna. La gente angustiada solicitó que se sacara de la lglesia Mayor la milagrosa imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno que fue acompañado por una multitud de fieles con antorchas. La sagrada efigie se llevó al Cerro y desde allí, junto a la Virgen de la Cabeza, se hicieron rogativas para que preservaran la ciudad y a sus habitantes de tan mortífera enfermedad. Los frailes Franciscanos, Mínimos y Capuchinos subieron descalzos, como penitentes, durante nueve días al templo de la Virgen, donde ofrecieron gran múmero de misas por la salud de Motril.
Pero nada parecía suficiente para atajar la temida peste bubónica y el 28 de abril la Junta de Sanidad tuvo que declarar oficialmente que en Motriel había una epidemia de pestifera y que convenía aislar la ciudad, hacer hospitales, abrir fosas de entierro, quemar las ropas de los infestados, matar los animales domésticos, prohibir las reuniones de gentes, purificar la ciudad y marcar con almagre las casas donde hubise algún enfermo. El dia 29 se hizo pública la declaración ante el sobrecogimiento de las miles de personas que había en la ciudad.
Mayo fue un mes dificilísimo y ya los muertos se contaban por miles. De nuevo los frailes Mínimos de la Victoria sacaron en procesión a san Francisco de Paula por la calles casi desiertas entonado largas letanías, los Franciscanos procesionaron a san Francisco de Asís y, también, se sacó de madrugada, para evitar aglomeraciones de gentes, la portentosa imagen de la Virgen de la Cabeza, llevándola a visitar los dos hospitales de apestados y así consolar a los enfermos. Asimismo sacaron en procesión la imagen del Cristo Crucificado de la cofradía de la Veracruz que estaba en la iglesia del hospital de Santa Ana y durante dos noches consecutivas se volvió a procesionar por las solitarias calles al Nazareno.
En junio la epidemia no había aún disminuido pero en la noche del 13 de ese mes, festividad de san Antonio de Padua, siendo como las 11, una extraña y potente luz proveniente del cielo iluminó la ciudad durante bastante tiempo, la noche se hizo dia. Todos se quedaron asombrados por la magnitud del prodigio y atribuyeron rapidamente el fenómeno a un milagro del santo. Los efectos, según cuentan las crónicas, fueron maravillosos pues desde ese día la epidemia comenzó por fin a remitir, decreciendo constantemente el número de contagiados y de muertes. La ciudad, agradecida, hizo voto perpetuo al santo de Padua. Para el 26 de junio parecía que ya la terrible epidemia estaba dando sus coletazos finales y para primeros de agosto ya había pocos enfermos, no siendo necesario mantener el hopital de abajo y se ordenó su cierre. Paulatinamente se manifestaba la continua mejoría, ya eran raros los enfermos y casi ninguno los difuntos. El dos de septiembre se clausuró, también, el otro hospital con lo que se daba por concluida la pestilencia, aunque la ciudad tendría que guardar todavía cuarentena. Por el Ayuntamiento se ordenó el repique general de campanas y se organizó en acción de gracias una procesión encabezada por una banda de clarines y tambores, seguían los vecinos con velas y antorchas encendidas precediendo a las imágenes de san Francisco de Asís y san Roque, cerraba el cortejo el corregidor Pedro Olabarría, los caballeros regidores y el gobernador de la gente de guerra.
Cuando la comitiva entró en la actual plaza de España, fue saludada por una salva de artillería de los cañones de la torre de la Vela y recorrieron la ciudad hasta dejar a san Roque en su ermita y a san Francinco en la iglesia del convento franciscano frente al ingenio de la Palma. Por último, habíendose completado la cuarentena, la salud de la ciudad se anunció públicamente el 12 de octubre de 1679. Había cesado finalmente el tremendo castigo que la epidemia de peste infringió a los motrieños y se dieron gracias a san Antonio de Padua, patrón de Motril, por los especiales favores que concedió a la ciudad y sus habitantes desde aquella inolvidable y extraodinaria noche del 13 de junio, en la que se vio aquella misteriosa y maravillosa luz en el cielo motrileño.