Memoria del Odio

Francisco Guardia Martín

Joaquín Camargo Gómez «el Vivillo», famoso bandolero estepeño que siempre presumió de buenas maneras, se refería a su paisano «el Pernales» como «eze bandido bazto y zin educación». Es que incluso entre los bandoleros hay clases como ocurre en todos los colectivos, por ejemplo (y valga la redundancia, que diría mi recordado amigo abderitano Antonio Vargas) en los políticos.

Pues de zafiedad y ordinariez han dado muestra los redactores del proyecto de ley de memoria democrática que la Junta de Andalucía, ese ente que está consiguiendo sumirnos en la miseria a los andaluces, pretende convertir en texto legal.
Especialmente el exordio, preámbulo, exposición de motivos o como se llame del proyecto de marras, es un paradigma del trasnochado rencor, de la incitación al odio y del mal gusto con su lenguaje frentepopulista, apropiado quizá para personajes como el «arafatiano» alcalde de Marinaleda cuando enardece a sus huestes en los momentos previos al asalto de un supermercado, o del refinado Diego Valderas en una de sus exquisitas piezas oratorias, pero no para el gobierno de una comunidad autónoma.
Como católico me molesta e inquieta la beligerancia de esta gente hacia la Iglesia, y como historiador esa decisión de «prevenir el desarrollo de tesis revisionistas y negacionistas». Porque si son ellos los que han de decidir qué tesis son de tal calidad, tenemos la puerta abierta para la más férrea censura y el desvergonzado adoctrinamiento. Las líneas de investigación en Historia y su exposición han de ser libres; si alguien falsea la Historia ya se desacreditará él solo. No hay mayor ridículo que la exposición de una tesis que luego se demuestra espuria. No queremos comisarios políticos ni estamos dispuestos a escribir al dictado.
Parece por otra parte que la ya vigente Ley de Memoria Histórica garantiza el legítimo derecho de los familiares de quienes fueron fusilados a buscar sus restos y darles digna sepultura con otras reparaciones más, todas justas. No sabemos, pues, a qué viene esta nueva ley como no sea a remover los más bajos instintos de un sector de su electorado, en unos días en que las sospechas de corrupción les desbordan.
Y me preocupa también, como contribuyente, la  nueva tanda de pesebres para estómagos agradecidos que de llevarse a efecto habrían de crear. Ahí está la madre del borrego: deben quedar todavía entre la turbamulta de sus apadrinados unos cuantos pícaros sin colocar. Pero los paganinis nos sentimos ya tan agobiados y exprimidos que, usando palabras de Mariana cuando enjuiciaba a la Inquisición, podríamos decir que nos tienen «en figura de una servidumbre gravísima y a par de muerte».
Allá por los años de 1875 y 1876 mi abuelo Manuel anduvo por tierras de Teruel y Navarra luchando en la última guerra carlista en la que se cometieron crueldades sin  cuento -como en todas las guerras- por ambas partes. Alguna vez pude oír en casa durante mi infancia un comentario que otro sobre esa guerra, pero nunca pude apreciar la más leve huella de odio al adversario, como tampoco cuando la conversación recaía sobre la última guerra civil aunque mi padre sufrió en ella vejámenes por uno y otro bando.
El odio y el rencor ensombrecen nuestra vida y nos hacen más miserables; pero hay quienes, como las hienas de la carroña, viven de fomentar estas malas pasiones.

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