Hay días en que todo sale torcido. Que nada rueda bien. Y puede ser que tal cosa suceda, para que tropezando se aprenda. Este lunes por la mañana es uno de estos. Diego va con prisas, con el tiempo justo, como diría un leído del pueblo: «con la hora pegada al culo». Y esta premura casi no le hace ver «lo evidente». Puesta en su mente lleva la automatización de cada jornada, la rutina y otras inercias adquiridas a lo largo de su vida, que se mezclan además con la preocupación del momento:
Había encargado dos neumáticos a un conocido, con buenas referencias de otros amigos, que solía traerlas por encargo de un «punto verde» de la capital, es decir: un centro de reciclaje de neumáticos donde se podían adquirir ruedas en perfecto estado por precios asequibles. Había llevado las dos ruedas a un taller para que se las montaran (las dos de alante, le dijo al mecánico) y una hora después, ya cambiadas, salía rodando y contento del taller. Contento es un decir, pues observó algo que le dejó un prurito de sospecha. Creyó ver algo bajo de presión el neumático izquierdo, (precisamente el de la izquierda, como la rodilla que le llevaba doliendo, más de dos semanas sobre todo por la noche), y era raro pues acababan de montarla. «Yo le he metido 2, 2 kilos, que es lo habitual en estos coches», aseguraba el montador. Para tranquilizarse pensó que él solía meterle 2,5 y que por eso creía haberla visto tan floja. La observaría y en todo caso en la gasolinera le ajustaría la presión.
Pero como lo he calificado al principio: «lo evidente» de esta mañana no es sino que la dichosa rueda de la izquierda está casi desinflada, si tiene cuarto y mitad de presión es un milagro. ¡Joooroba! Maldice. Le entran ganas de propinarle una patada a la rueda (impulsos de la mecanicidad del hombre moderno) pero siente un pinchazo en la rodilla, recuerdo de la noche de dolor, y hunde el dedo índice en la goma para tantear si le quedara presión suficiente para llegar al dispensador de aire.
Consigue llegar al surtidor con la yanta casi comiéndose la goma, le mete 2,5 kilos de aire a presión y ficha en su trabajo veinte minutos tarde. La jornada tiene sus baches y no acaba de rodar. Pero puede zafarse en la hora del desayuno y llevar el coche al taller. Le deja las llaves al mecánico, que lo mira con media sonrisa, y vuelve a escaparse del trabajo dos horas más tarde. La rueda está pinchada, y no una vez sino dos veces, y además en la parte lateral, ubicación donde, según el mecánico y las características de la máquina de sellado de parches, es imposible reparar.
Ahora todo lo ve claro. Incluso ese refrán que oyó desde que tenía uso de razón: «lo barato resulta caro». O aquel otro que se hizo célebre en el desarrollismo franquista: «nadie da duros a cuatro pesetas» y aunque ambos proverbios siempre han estado de moda, se reactivan ahora en tiempos de crisis, y sobre todo con esta nueva moneda inflada del euro, que parece sufrir los mismos pinchazos que ese funesto neumático Michelín, invisiblemente rayado pero con su dibujo y su relieve intactos para persuadir o engañar al primero que necesite ser engañado. En este caso a Diego. Que tiene además, como él reconoce para sí, el añadido de no haber usado el sentido común, que en estos casos suele rodar de maravilla. No hay que dejarse persuadir por chollos tan bien inflados, ahorros en el aire, y mucho menos por oídas de otros, y con tan precarias trazas de garantía.
Hablando de garantía, tiene que ir a ver al conocido que le trajo las ruedas para contarle lo sucedido. Esta será una entrevista un poco desagradable, pero necesaria. A veces los problemas surgen donde tienen que surgir para que de ellos se extraiga lo que se tiene que extraer. En este caso además de dos neumáticos usados, rebautizados de punto verde y secretamente pinchados, una pérdida de tiempo y dinero en montajes, un menoscabo de confianza en el crédito de las personas, además, digo, lo más importante: la lección aprendida de que el sentido común hay que usarlo para todo en la vida. Las cosas que parecen triviales y las que parecen importantes…
Se debería poner la existencia del hombre y sus experiencias diarias en la equilibradora, como las que hay en el taller de neumáticos, donde un vez montada la rueda hay que nivelar con pequeños plomos (pesos y contrapesos) en puntos concretos de su perímetro, para que todo gire sin convulsiones, y allí nivelar esas dos fuerzas humanas: una la esencia, esa parte más auténtica de nosotros (fuera las máscaras) que podemos denominar «el ser»; y otra la personalidad (el prósopon del teatro griego) que ha sido adquirida desde la tierna infancia para rodar por el entorno social en que venimos creciendo y que llamaremos «el saber», para que estas dos partes puedan rodar y crecer armónicamente y al mismo tiempo en la presencia general de los hombres y las mujeres. Las tradiciones esotéricas dan como testimonio de prueba que una experiencia vivida, pero no comprendida, es una experiencia inacabada. Porque la combinación del saber y del ser genera conocimiento, que es saber llevado a la práctica. El conocimiento sería pues el destino inteligente del hombre: y se produce cuando todas sus funciones, instintos, emociones y pensamientos, colaboran en él. Ya lo decía el sabio del azucarcillo: «quien tiene conocimiento sabe usar el sentido común, que es el menos común de los sentidos y por tanto, el menos usado por el hombre».