El 14 de Septiembre se han cumplido 30 años de la publicación de la encíclica sobre el trabajo humano, «Laborem exercens». Parece importante dedicar nuestra reflexión a un documento como éste en unos momentos en que «los mercados» siguen imponiéndonos su «cultura, moral y fe».
Podemos decir que en toda la encíclica subyace un diálogo entre la forma de ver a la persona y el derecho de propiedad desde la óptica de la primacía del hombre, del ser humano (LE. 12 y capítulo III).
El hombre, todo él, es lo que debe tomarse en consideración para reflexionar sobre el sentido y finalidad de todas las actividades que realiza, entre las que destaca de manera fundamental el trabajo. Mirado así, el trabajo pertenece a la misma esencia de la naturaleza humana, es necesario para que el hombre se haga a sí mismo y constituye una dimensión esencial de su proyecto de humanización (LE. 6 y 9).
Por otra parte, la propiedad, que procede del trabajo, adquiere su legitimidad cuando sirve a la realización del hombre, varón y mujer, y la pierde cuando no lo hace. Por ello, la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) siempre ha subordinado el derecho de propiedad al «destino universal de los bienes», a la voluntad de Dios de que todos los bienes estén al servicio de todos los hombres para lograr su plena realización (LE. 14).
Destaca, por tanto, una visión que pone a la persona como centro de todas las cosas, también del trabajo y de la economía. Esta visión nos permite conectar con los humanismos y con las ciencias sociales (LE. 4) y nos abre las puertas a la evangelización, pues creemos en un Dios que, por su propia voluntad y deseo, ha quedado unido a todo hombre en Jesucristo. Amar a Dios es amar al hombre, procurarle la justicia que le pertenece y ayudarle a descubrir la presencia de Dios en su vida. El trabajo tiene que ser expresión y realización de esta verdad.
La Iglesia, y todos los que nos decimos cristianos, debemos preguntarnos cómo es posible que la DSI tenga tan poca relevancia social y permanezca tan alejada del mundo del trabajo y de la economía. Posiblemente, una de las razones sea que hemos olvidado la gran fuerza personalista y personalizante que tiene, su exigencia de conversión. Es muy difícil conseguir el destino universal de los bienes del Banco Santander, pero nadie nos impide, a cada uno y a la Iglesia, aplicarlo a nuestros bienes. Lo mismo ocurre con la prioridad del trabajo, realizado por las personas, sobre el capital. «Los mercados» y sus mercaderes nos están mostrando qué fácil les resulta pervertir este principio, y poner como primordial siempre el beneficio y las ganancias. Pero nada nos impide hacer valer esta prioridad del trabajo sobre el capital, de la persona, en los puestos que dependen de nosotros, de nuestros movimientos o de nuestra Iglesia.
Estamos acostumbrados a repetir que hay que conocer la DSI, ya que propone principios de reflexión, criterios de juicio y orientaciones para la acción, y nos hemos olvidado de añadir: «y exige nuestra conversión». Esto es así porque el motor de la DSI es el amor de Dios, un amor a todo hombre con independencia de lo que él sea, piense o haga. Un amor que nos llama a sustituir el amor propio por el amor al prójimo, y que sólo Jesucristo, muerto y resucitado, hace razonable. Nosotros podemos amar así si tenemos la experiencia personal y social de ser amados tal como somos, lo que convierte a Jesucristo en una necesidad pues nos amó hasta la muerte, y nos sigue amando, sin exigirnos nada a cambio.
Frente a la cultura de «los mercados» necesitamos oponer la cultura del amor al prójimo contenida en la DSI y muy remarcadamente en la Laborem Exercens. Sin conversión personal no puede haber cambio de las estructuras.