Era Viernes Santo y la iglesia estaba abarrotada.
Hacía bastante frío fuera y el enorme portón de la entrada estaba abierto de par en par. Algunos comenzaron a susurrar «cerrad la puerta», de modo que alguien se levantó y cerró. La gente seguía llegando a pesar de que la misa ya había empezado y el ruido del portón abriéndose y cerrándose molestaba más que el frío, así que una hombre volvió a abrirlo de par en par. Un cañón de aire gélido invadió el templo. En ese momento empezaron a protestar los que no querían que la puerta estuviera ni cerrada ni abierta de par en par sino entreabierta (o medio cerrada). Una señora de mediana edad se levantó del banco y con paso firme, a pesar de caminar con muletas, se plantó delante del portón, lo dejó entornado y colocó una silla para evitar que el viento lo abriese del todo.
Se armó un revuelo de aúpa.
El párroco tuvo que pedir a los feligreses enzarzados en la discusión que se callaran pero no había manera. Les recordó que estaban en la casa del Señor, sin embargo tampoco surtió efecto. La misa hubo de suspenderse pues dos personas de grupos rivales entraron en combate en la misma puerta de la iglesia.
«Dios mío qué vergüenza», murmuró el sacerdote al verse obligado a dejar la celebración a medias.
Ya en la sacristía escuchó cómo en la calle la mayoría de los parroquianos se gritaban los unos a los otros, y decidió armarse de valor y dirigirse a la plaza del pueblo. «Queridos hijos aplacaos, por favor, aplacaos», gritaba desesperado con la mente puesta en Cristo de cuerpo presente. Pero nadie parecía escuchar.
Los que querían que la puerta estuviera abierta marcharon en manifestación por la calle Real hasta el Ayuntamiento, mientras que los que apoyaban que la puerta estuviera cerrada y entreabierta (o medio cerrada) lo hicieron por la Acera del mar y por la calle de la Churrería. Al llegar las tres manifestaciones a la plaza del Ayuntamiento, el alcalde y los concejales, que en ese momento estaban reunidos en el bar de la esquina, se quedaron estupefactos. «¡Queremos la puerta abierta!», gritaban unos, «¡Queremos la puerta cerrada!», gritaban otros, «¡Queremos la puerta entreabierta!», gritaba el tercer grupo alguno que otro de este grupo añadía «¡o medio cerrada!» . Una vez que se vio rodeado por la muchedumbre, el alcalde no tuvo más remedio que subirse a una silla y hablar: «ejem, ejem… en la vida todo tiene solución menos la muerte. Vamos a ver, ¿qué tal si quitamos la puerta?», preguntó. Pero aquello no pareció convencer a nadie excepto a los que querían la puerta abierta. De modo que el alcalde continuó «bien, entonces, no quitamos la puerta, ¿qué tal si la hacemos corredera?», sugirió desesperado por hacerse oír sobre aquella barahúnda. La opción dejaba mucho que desear y el pueblo se dio cuenta de que el alcalde no les solucionaría el conflicto. Entonces los tres grupos rivales marcharon hasta la Moncloa para ver al presidente.
El presidente, que estaba viendo en ese momento su programa favorito del corazón, se quedó perplejo cuando vio en la cancela de la su residencia aquel motín. Su secretario le explicó el problema y él, tras preguntar a sus ministros, salió a la calle y a través de un megáfono les comunicó: «Tranquilos, ya tenemos una solución, no vayan a misa y se acabará el problema». Pero aquello no convenció absolutamente a nadie y las tres manifestaciones siguieron hasta el palacio de la Zarzuela. «¡Queremos la puerta abierta!», gritaban unos, «¡Y nosotros la puerta cerrada»!, gritaban otros, «¡No, la queremos entreabierta!», gritaban los terceros con alguno que otro que decía «¡o medio cerrada!». El Rey, que estaba en pijama, tuvo que ponerse la bata y bajar hasta la cancela. Pidió a los manifestantes que estuvieran en silencio y llamó con su móvil al consejero mayor del Reino. Tras una corta conversación el monarca sugirió: «Pondremos tres puertas, una quedará cerrada, la otra abierta y la otra entreabierta o medio cerrada». El tumulto se quedó en silencio por un segundo pero aquello creó tal confusión que volvieron a agarrarse a porrazos.
Ante el cariz que tomaba el conflicto, se imploró al Papa que viniera a escuchar las súplicas de cada grupo. El pontífice, en cuanto aterrizó, se dirigió a la muchedumbre y comunicó su decisión: habría tres misas cada domingo. Una con la puerta cerrada, otra con la puerta abierta y la última con la puerta entreabierta (o medio cerrada). Aquella solución llevo por fin la paz a los corazones de los feligreses que volvieron a sus casas felices y contentos.