Con la llegada del siglo XXI hemos entrado en una nueva era de la Humanidad, en una nueva Edad. Hasta ahora hablábamos de Edad Antigua, Media, Moderna, Contemporánea. Ahora habrá que ir hablando de una nueva era histórica, a la que tendremos que buscarle nombre.
Porque la verdad es que estamos en un mundo muy distinto al de hace tan sólo unos años. Son múltiples los síntomas de tal cambio de época; aquí van algunos:
El desprestigio generalizado de la política y de los políticos. Estos se han convertido, a juicio de la sociedad, en un problema, el tercero en la lista. Sobre todo para las generaciones jóvenes, para las que la institución de la política es una de las que menos les dice en su vida. Y los partidos políticos suscitan recelo.
El desencanto de la democracia, saludada con entusiasmo hace unas décadas, y puesta hoy en la picota al comprobar que quien manda no es el pueblo, sino el mercado y los bancos.
La Iglesia, otrora un referente poderoso en la sociedad, es hoy una institución que, junto con la política, está considerada en las encuestas de opinión como de poco interés para el hombre.
La casi extinción de los valores humanos que dan vigor a la sociedad, como son el valor de la palabra dada, el de la veracidad, el del esfuerzo, de la solidaridad, etc., etc.
La desaparición de las ideologías y de la fidelidad a ellas; la negación de compromisos estables y duraderos; el predominio del interés subjetivo e inmediato, valorándose casi en exclusiva el momento presente.
Factor muy importante para este cambio de época es la nueva concepción de la persona como <productor-consumidor>; quien no produce o no consume, se convierte en una carga para la sociedad. La filosofía griega y, luego, toda la modernidad, concebía a la persona como <sujeto de derechos y deberes> y con unas capacidades a desarrollar. Pero el mercado, como nuevo Leviatán, se ha ido extendiendo e imponiendo y ha engullido en su paso a todo lo que encontraba, y en especial a la persona, a la que mira con sus ojos mercantiles de rentabilidad, de pérdidas y ganancias.
Creo que vamos entrando en una nueva era, a la que algún pensador ha calificado de «modernidad líquida», para definir el «estado fluido de la actual sociedad, sin valores demasiado sólidos, en la que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios ha debilitado los vínculos humanos» (Zygmunt Bauman).
Sociedad «líquida», fluctuante, fácilmente cambiable, poco estable. Quizá sea un buen calificativo para identificar a esta nuestra actual sociedad.
Pero tal sociedad líquida encierra también semillas de vida, potencialidades de liberación, las cuales, bien aprovechadas por el hombre, pueden ayudarle a crecer en humanidad y, por tanto, en felicidad.
El estado de bienestar, que nuestra sociedad ha disfrutado durante los últimos sesenta años, no ha producido un <bienestar de los espíritus>, por lo que nos encontramos con un hombre pos-moderno insatisfecho en lo más hondo de su ser.
Se ha dedicado a cultivar, casi en exclusiva, los valores materiales y al final se ha encontrado con el estómago ahíto y el corazón vacío. «No de sólo pan vive el hombre», ya se nos había dicho tiempo atrás, y cuando el hombre cultiva sólo el pan, termina por hacerse materialista y egoísta.
Pero el hombre no es sólo estómago; también es corazón, es espíritu y, por ello, necesita de acogida, de perdón, de cariño, de calor humano. Es decir, necesita de los valores espirituales, que están siempre ahí y llaman a la puerta.
Esta sociedad «líquida» puede caer en la cuenta de ello y puede haber un resurgir de lo más entrañable y radical del hombre: su humanidad.