Alberto tiene
Él mismo, siendo ya realista, después de que su mujer perdiera su trabajo, califica su estatus, apeado de la media a la clase mediocre, como purgatorio del infierno de los desahuciados. Una mediocridad en números rojos que amenaza sin ambages su único «título de propiedad», su macro deuda de por vida, su pequeña casa.
Por todo esto, Alberto tarda en conciliar el sueño durante las horas dilatadas de la noche, sobre todo desde que estalló la crisis. Trata de borrar de su cabeza los supuestos problemas económicos por los que atraviesa su empresa, una gestoría de renombre con cartera de seguros y administración de fincas. Dificultades contables que a cada momento cacarea su jefe, que por otra parte no es su jefe, sino un gerente de tres al cuarto, corto de vista, y largo de lengua. Acaso también por esto Alberto asiste los domingos con su familia a la plaza, para protestar como un indignado más; y a menudo pasea a solas y a deshoras por el parque del barrio, entre los columpios desvencijados que los críos ya no usan, como si en ellos viera el futuro roto y abandonado de un sistema de vida obsoleto basado en la competitividad y en el miedo.
De un tiempo acá anda con el susto en la boca del estómago; lleva un hay silencioso en la punta de la lengua cuyo ácido poco a poco parece perforar sus tripas. Qué susto si esta crisis fuerza a reducir personal en su empresa; qué susto si le toca a él la china y quien acaba en la puta calle no es otro sino él; qué susto si no pudiera pagar los plazos de la hipoteca, si nadie puede ayudarle y todo termina en una nota de juzgado por desahucio; qué susto si los gorilas del banco entran a punta de orden en su casa para llevarse hasta la ropa del pequeño…
Y qué susto si hasta su mujer lo dejara al haberse vuelto un tipo sin empleo ni futuro. Los diez años que tardó en convencerla para que se casara con él, la poca fe en sus posibilidades, que es recelo propio más que de su mujer, parecen oprimir de nuevo su corazón de hombre asustado, y este peso acaba licuado en bolsas de fatiga bajo sus párpados insomnes, que empañan con su vaho de tensión y desconfianza, la luz de su mirada.
«Un hombre no puede vivir con tanto miedo», se dice esta tarde en la plaza en medio de las asambleas. «Un hombre tendría que vivir sabiendo que su futuro depende de su esfuerzo personal y colectivo y no de las veleidades o las maldades de un modelo económico inhumano».
Esa noche repasó con su almohada todos los sustos que logró recordar, primero le vinieron los recibidos durante meses por los distintos informativos: invasiones, guerras, atentados terroristas, crisis financieras, recesiones globales con efectos de deflación, aviso (eso decían los «expertos» del café de la oficina), de una posterior hiperinflación, demoledora ésta, que barrería sin remedio la economía mundial y sumiría en el paro y la pobreza a millones de personas. ¿Estaba él entre ellas?
Más tarde, hiperdesvelado por el insomnio, le vienen por puro fastidio otros sustillos: Que si lo para otra vez la guardia civil de tráfico (como le pasó hace unas semanas) o lo retratan al volante (como le contó un amigo) y por algún despistillo casual acaban por quitarle un puñado de puntos; ya no le quedan suficientes y tendría que ir forzosamente a la autoescuela… Que si le meten un paquete en forma de sanción o suspenden su servicio de Internet por bajarse unas canciones o unas pelis para verlas su mujer antes de ir a la cama; leyó en el periódico que algo de eso estaban urdiendo… Que si se encuentra un papelillo doblado de multa por haberse excedido unos minutos en la zona azul… Que si le entran a robar al piso como dicen que está ocurriendo en el barrio…
Va camino de las enfermedades cuando se queda por fin dormido. Tal vez el agotamiento de verse en el cuartelillo, jodido e impotente, denunciando el robo, roba sus últimas reticencias contra Morfeo.
¡Qué susto! El despertador ha trepanado su cabeza borrando de cuajo su último sueño. Esta mañana su reloj biológico no ha funcionado y las molestias al respirar le avisan de un día asqueroso con la alergia. Tal vez la culpa (otro susto) la tengan esas estelas químicas que fumigan a diario los dichosos aviones fantasma. Además, cree que al levantarse ha puesto en el suelo la pierna izquierda y al afeitarse se ha cortado tres veces, sólo falta que se cruce con un gato negro al salir a la calle…
Con todo llega a tiempo al garaje y entra en su coche pero comete un fallo, pone las noticias en lugar del cd del pianista cubano que tanto le gusta. Tiene entonces una sensación extraña, todas estas cosas las ha vivido antes, pero no es un recuerdo cotidiano sino una especie de deja vu que lo deja detenido y pensativo frente a la puerta automática de la cochera, la cual ante su eclipsa-miento se cierra frente al parachoques tras agotar su tiempo. Tiene que apretar de nuevo el mando a distancia para salir por fin a la calle. Lo primero que oye por la radio le pone el vello de punta.
La Nueva variedad asesina de la bacteria E. Coli se perfila como una nueva epidemia, y encima mortal; como aquella de la gripe que llamaban porcina y rebautizaron como A, y que puso en jaque a la población, aunque a la postre todo quedara como una mezquina macro operación Commercial, por parte gran industria farmacéutica para la venta de vacunas inútiles a todos los estados ricos del mundo; y que luego revendieron a bajo precio a los países pobres. Pero este brote alemán de E. Coli, parece aún más serio y peligroso.
¡Qué susto! Piensa Alberto con rotundidad. Y reflexiona: «Todavía con la crisis la cosa está jodida, si pierdes el trabajo y más tarde el subsidio, pero incluso puedes buscarte la vida con imaginación, y hasta organizarte para cambiar las cosas o continuar con esta suerte de revolución a pie de plaza, dejando en evidencia a los políticos… Pero con este terrorismo biológico nos van a eliminar enseguida, nos van a borrar del mapa antes de que reaccionemos. ¡Coño!, exclama para sí: «¡qué macrobacterio más raro!, si parece fabricado, y no quiero ni pensar el motivo; si los afectados caen como moscas; no hay siquiera que leer entrelineas, resulta meridianamente claro que los barandas que controlan el cotarro global quieren cargarse a las capas más jóvenes y rebeldes de la sociedad, para así evitar posibles revueltas sociales que pongan en riesgo su poder, que acaben con su sistema, con el banquete al que sólo ellos están invitados y para el que los demás mortales sobramos». Ya lo dijo Maltthus hace dos siglos, y ahora los príncipes «verdes» del WWF, Felipe y Bernardo, lo reafirman: para que el mundo con toda su diversidad biológica sea sostenible la población mundial tiene que reducirse drásticamente de los 6,5 millones de habitantes actuales a no más de 2.
«¡Terror en las filas! ¿Estaremos invitados a ese banquete?», se dice Alberto que enseguida piensa en su hija de dos años y en su mujer. Lo mejor es construirse uno mismo su propia realidad, su propia vida. Trabajando desde sí… y para los demás, pues últimamente, en las concentraciones al raso, ha descubierto que hay muchas personas, miles y miles, y muy buenas, que piensan y sienten como él. Y si las cosas se ponen peor aún, la casa vieja del pueblo les servirá, aunque esté en ruinas. Allí la E. Coli, el Aspartamo, o alguna gripe del abecedario, seguro que no llegan.