Como consecuencia de dicho acontecimiento, unos cuantos siglos de Monarquía, interrumpidos desde el 1873-74 por la I República, fueron apartados como figura representativa de la «Nación Consciente y en coherencia con lo que pretendo indicar, he huido de la onomástica exacta, porque aún siendo una fecha recurrente no muestra, desde del punto de vista político, un plus al debate.
Vaya por delante que, en mi creencia y espíritu, no entran ni caben cercanías con formas de representación Institucionales de un país o grupo de ellos, que estén relacionadas con la sangre, es decir, que se hereden de padres a hijos. Pues la representación de un pueblo solo puede estar basada en la libre elección de sus miembros y nunca en su sustitución, da igual que sea por las armas que por la sucesión dinástica o similar. Todas éstas últimas formas son imposiciones al ciudadano.
Dicho lo anterior, resulta necesario advertir que si bien la historia monárquica española está sembrada de, dicho en términos eufemísticos, barbarie e imcompetencia, los últimos años, es decir, la actual Monarquía Parlamentaria instalada desde la Constitución de 1978, puede ser calificada de cualquier modo excepto de barbarie, entre otras cuestiones porque, en términos coloquiales, ni pincha ni corta.
Pero, si bien esto último es cierto, también lo es el resultado que ofrece tal aseveración. Si la única manera viable de una Monarquía es que sólo esté como Institución decorativa, ¿para qué la necesitamos?
La forma heredada de la representación de un país sólo puede ser defendida, seriamente, por todas aquellas personas y familias, que viven de y por, los títulos, prevendas, privilegios, etc, que dicha forma o imagen supone. Es decir, todos aquellos cuya mayor virtud reside en la herencia. En definitiva ser miembro de la Casa tal o cual. Derecho que no pongo en duda y que respeto íntegramente, pero que no acepto su traslado mimético a la representación institucional de TODOS los miembros de un país, región o territorio.
La defensa, a veces nostálgica, de la II República, tiene un matiz erróneo desde mi punto de vista. Cualquier contraposición entre República y Monarquía debe saldarse a favor de la primera, sin lugar a dudas. Pero si la defensa de la primera pretende mostrar ciertos avances en relación con la mayor «felicidad» -en sentido amplio que incluye la igualdad- de los miembros de una colectividad, en este concreto caso de España, debo manifestarme claramente en contra de tal reivindicación.
En una primera definición (política), República no es sino ausencia de Monarquía, en otras palabras: forma de estado en donde su primer mandatario es elegido por los votantes, frente al heredado.
Sería falso cualquier debate que dé por supuesto una mayor libertad o una enorme igualdad de sus ciudadanos y ciudadanas, como consecuencia de vivir bajo una u otra forma de representación política. Más allá del hecho de considerar que en un caso, la República, se vive bajo una representación basada en la libre elección del representante y en otro, la Monarquía, se vive bajo la inexistencia de representación, similar a la que se vive bajo una dictadura, en lo relativo a la forma, claro está.
Por tanto, para no crear falsas expectativas en las personas y, sobre todo, para que el debate realmente toque los aspectos esenciales de la discusión, la defensa de la República debería estar nítidamente relacionada con la exclusión, la desaparición, de la Monarquía. Porque si no, aunque sea una conclusión jocosa, lo mismo algunos y algunas estarían dispuestos a votar mañana, como Presidente o Presidenta de la República, a Don Juan Carlos, a su gigantesco hijo o a Doña Leticia. Candidatos posibles, pero por sus mérito o afinidades políticas, no por su adscripción sanguínea a una familia de las denominadas «grandes de España», terminología que sería conveniente erradicar del léxico habitual y en todo caso dejarlas exclusivamente como «grandes de la nobleza o de la aristocracia», con su pan se lo coman.
Para los que no lo sepan y para los olvidadizos, durante el periodo que duró la II República española, se produjeron un gobierno progresista otro de derechas y otro de izquierdas o frente populista. Cuando se reivindica la república como la panacea de todas las excelencias y no sólo como una forma de representación del Estado, ¿a cual de dichos periodos nos estamos refiriendo, al denominado bienio negro, que acabó con las reformas iniciadas por los anteriores gobiernos y que encarceló a progresistas, republicanos y hombres y mujeres de izquierdas, o al corto periodo del frente popular?
Los grandes avances en materia económica, social, en las libertades individuales y colectivas, en el desarrollo y afianzamiento de los autogobiernos regionales, son debidos a los planteamientos de mejora de los partidos progresistas y de izquierda, no a la forma de representación del Estado. La terminación de siglos de Monarquía absolutista en nuestro país y su sustitución por sendas Repúblicas, pretenden ser el fondo argumental más profundo y el que llega a muchos ciudadanos y ciudadanas, haciendo creer que por simple definición (histórica) la República es siempre mejor -es decir, más libertad, más igualdad, más felicidad- que la Monarquía incluso Parlamentaria. Eso es, además de falso, peligroso, porque crea infantiles esperanzas en algo que, en principio y no poco importante, sólo tiene como consecuencia primera y última, la representación del Estado a partir de la libre elección por sus miembros. Aún queda todo por hacer. ¿Qué sería preferible, un gobierno del Partido Popular bajo la República u otro de, por ejemplo, una coalición de izquierdas bajo la Monarquía Parlamentaria?…