EDUARD VANDOORNE

EDUARD VANDOORNE

FERNANDO ALCALDE

Hubo un tiempo, que hoy parece leyenda, en el que este pueblo, cansado de pobreza, de olvido y de caciques, se echó a la calle para defender su derecho a la prosperidad. Primero lo hizo cogido de la mano, todos juntos, exigiendo un hospital que robase algunas vidas al precio que exigía el olvido de Granada; luego, contra sus instituciones, para evitar aquella gran mentira construida desde el poder que pretendía hurtar a esta tierra de lo único que le quedaba para aferrarse al futuro: el agua. Sin industria, sin universidad, sin carreteras ni aeropuertos, la Costa de Granada solo tenía el agua del Guadalfeo para regar la única porción de esperanza que se le había dejado: la agricultura.  Y pretendieron llevársela.

No escatimaron recursos para lograrlo. El Gobierno movilizó a toda su  maquinaria, desde los alcaldes a los ministros, para que aquello fraguara, pues lo que estaba en juego no era cosa minúscula: la agricultura intensiva del Poniente almeriense, milagro económico de los 80 y tierra de prosperidad para los que sudaban el invernadero y, más aun, para los que especulaban con su suelo y con el agua.

Frente a toda aquella ciclópea maquinaria se levantó un pequeño grupo de Sans-culottes que se nucleó en torno a la Asociación Guadalfeo; entre ellos recuerdo a José Luis Barragán, Celso Castro y Eduard Vandoorne, aunque hubo muchos más, de quienes espero que me disculpen por mi pésima memoria.  Allí conocí a aquel extranjero, endeble y desaliñado, con barba y bigotes  cervantinos y ademanes de mosquetero, que hablaba un castellano parsimonioso donde cada palabra era un estilete y que había construido, en aquella casa con huerto de la calle de las Monjas, un centro de investigación donde se desmontaban, a golpe de recorte de fotocopia, todos aquellos trajeados informes que desde los ministerios y la Confederación Hidrográfica alimentaban los periódicos y los despachos de los ediles de la época.

Todos los periódicos menos EL FARO, que se había convertido en el portavoz de aquella insurrección improbable y que contrarrestaba con sus reportajes todo la inmensa arquitectura propagandistica que había desplegado la Administración. Perdida así la batalla de los argumentos, se gaseó la ciudad con infundios y sospechas; se llegó a decir de él que era un agente extranjero, que respondía a oscuros intereses de los señoricos de Motril o, simplemente, que era un desocupado. Incluso se vendió la especie de que todo aquello era un pacto Ribbentrop-Mólotov a la motrileña para desbancar al partido en el poder.

Pero la batalla ya estaba ganada. Con un trabajo incesante construyó alianzas con las comunidades de regantes y las gentes de la Alpujarra; en un tiempo donde los teléfonos aun tenían timbre y el correo se franqueaba con sellos, trasladó al Parlamento Europeo la preocupación por la gestión del agua en Andalucía y fue capaz de movilizar, en una convocatoria sin precedentes, a la comarca entera. No digo que fuese solo su trabajo quien logró aquello pero si digo que sin él, sin su constancia ni su determinación, posiblemente no se habría logrado.

Eduard Vandoorne trajo a la Costa el aire verde que llegaba desde el norte de Europa. Hablaba de agricultura ecológica, de lucha integrada, de energías renovables, de las plantas y de su poder curativo… Se detenía con cada anciano, con cada labrador, con cualquiera que quisiese contar algo, deseoso de captar el conocimiento que provenía del trabajo y de la gente. Fue pionero en mostrar la comarca y su agricultura a los visitantes de otros países e intentó vivir de esto en nuestra tierra, lo que solo pudo conseguir tras alejarse de ella.

Lo volví a ver hace unos pocos años, tras más de 20 sin ningún contacto. Fue en esa aventura que Antonio Reyes puso en marcha y que llamo Subida a las fuentes del Guadalfeo. Aunque ya no era aquel delgado y joven idealista verde, su voz seguía siendo parsimoniosa y exacta,  casi melódica, capaz de convencerte solo con el susurro de las palabras; casi llegó a persuadirme de que su nueva patria, Málaga, era una tierra ignorada y menospreciada por los poderes públicos.

Eduard ha pasado a engrosar esa lista de personas imprescindibles que fueron arrinconadas en vida e ignoradas en su muerte; personas que fueron significantes y que produjeron cambios que redundaron en beneficios para el conjunto de nuestra comarca y que obtuvieron por recompensa el olvido. No, no habrá calles con su nombre ni ceremonias trajeadas; la historia se reescribirá y lo que fue el fruto de la lucha de la gente pronto será el regalo de las instituciones y de algún gran prohombre impostado, pero para quienes le conocimos sabemos que el agua que riega hoy nuestras tierras susurra su nombre.

Hasta siempre Eduard, me despediré en tu nombre de los campos y de los trigos.

Fernando Alcalde

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