Verdaderamente: ¿Quién crea trabajo?

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JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ Periodista

Erase una vez un ciudadano común, llano, sencillo que leyendo la cifra de parados que existía en un país llamado España, se dio cuenta que como él existían otros casi seis millones de desempleados. El dato le causaba por sí sólo escalofríos, le transmitía una especie de bofetón pesimista, al tiempo que una desazón interior, propia del que se siente pertenecer a un grupo desbordantemente numeroso de personas que, como él, atravesaban por una situación especialmente dramática: haber sido trabajador y, sencillamente, ya no serlo. Ser padre de familia y tener una prestación mensual que a todas luces no le cubría sus necesidades más básicas y elementales. Con este panorama generalizado, pensó un día, nada más despertar, mientras desayunaban sus hijas, que lo mejor sería no quedarse inmóvil y emprender su particular búsqueda de empleo. Su primera iniciativa, al menos así se lo planteó firmemente, era conocer qué le ofrecía el gobierno de su país, de esta forma, sabría a qué ayudas se podía acoger para salir de aquella, cada vez más, terrible situación personal.

Con esta idea, día tras día se ponía a leer el periódico, a escuchar la radio y a ver la televisión para, como honrado español, atender a las indicaciones que su Presidente de Gobierno hablaba, principalmente cuando aseveraba dar las claves que, como gestores, ponían en marcha para ayudar a tener trabajo, o como él escuchaba: incentivar la creación de empleo.
Así pues, el ciudadano desempleado se puso manos a la obra y apuntó, en su pequeña libreta de anillas que siempre le ha acompañaba acomodada en el bolsillo de la camisa, que la primera gestión del gobierno estaba centrada en fomentar el empleo estable ayudando a crear empleos fijos y apostando también por los autónomos (aquello le hizo esbozar una sonrisa, tener trabajo y encima durante mucho tiempo, era una gran garantía, se dijo); la segunda idea que alcanzó a entender, pretendía internacionalizar a las empresas para buscar mercado en el extranjero e incluso establecerse fuera de España (y masculló para sí: «magnífico, cuanto más trabajo haya en las empresas más trabajadores estaremos en el tajo»). El asunto iba bien, aquellos mensajes se acomodaban sin demasiada dificultad en su cabeza, era como si el «factor» esperanza hubiera elevado el nivel dentro de su anónimo ser de ciudadano corriente y moliente. Finalmente escuchó, entre otras cosas, que se debía mejorar la financiación apostando también por las pequeñas y medianas empresas ofreciendo dinero a través de la banca (esto le gustó aún más, pues discurrió: «vivo en una ciudad pequeña y aquí siempre ha habido muchas tiendas y negocios medianos, además algunos propietarios son amigos míos, necesitan ayudas y crédito» ).
Así pues, con todos los datos recabados, fue de administración en administración preguntando por las ayudas que había escuchado habrían de llegar de la gestión del gobierno central de su país. Sin embargo, para su desesperación más lacerante, cada acción o solicitud que emprendía dormitaba en los despachos públicos, pues sus peticiones nunca tenían respuesta certera, por lo que comenzó ha acostumbrarse a frases como: «…eso todavía no ha entrado en vigor», «…venga usted la semana que viene», «…lo que usted me cuenta, caballero, no es competencia nuestra», y así un sinfín de plantes burocráticos. Sus primeras ilusiones fueron cayendo como las hojas en otoño, húmedas por las lágrimas que ya le afloraban y que intentaba disimular ante sus hijas, y pisoteadas por un sistema que nunca llegaba a la realidad de la sufrida sociedad. Si acaso, de vez en cuanto escuchaba que algún colectivo de empresas o comercios había conseguido, tras arduas gestiones profesionales, alguna ayuda puntual enclavada en proyectos de modernización o innovación, algo que a él, le tocaba muy de lejos.
Los días fueron pasando y el trabajo, al igual que las ayudas, no llegaba. Las conversaciones con los vecinos y amigos se volvieron monótonas. Los saludos matinales casi siempre iban acompañados de un lastimero mensaje de desesperanza, de falta de luz, ante la oscuridad de aquel túnel en el que se encontraban atrapados casi seis millones de personas, que aunque para las estadísticas eran sólo fríos números, todos y cada uno de ellos tenían nombres y apellidos.
Y justo, una mañana, cuando despedía a sus hijos que marchaban al colegio, decidió dar vida a una última idea que le venía rodando la cabeza desde que le comunicaron, por SMS, que pronto acabaría su prestación por desempleo. Aquella mala noticia, no lo hundió en la apatía, al contrario, apretando los dientes se dijo, lo voy a hacer.
Junto a su casa había un Centro de Día de Mayores, y pensó que ése era el espacio perfecto. Así que habló con el responsable. Le planteó la necesidad de que los más veteranos del lugar, y a través de una charla coloquio, contasen cómo habían vivido, trabajado, luchado y salido hacia adelante, además, en épocas pretéritas tan convulsas y míseras para el ser humano bajo el mandato de un dictador. Así, en aquel lugar de cafés, dominó y rostros ajados por el paso del tiempo, se reunieron un buen día todos los asociados del  Centro en un extremo, y justo en frente, todos los desempleados del barrio: mujeres, hombres, adultos, jóvenes…etc, todos parados de corta y larga duración, y de las más variadas profesiones y empleos. Por espacio de poco más de una hora los mayores, a modo de conferenciantes, estuvieron exponiendo sus vivencias, detallando minuciosamente de qué manera habían mantenido en pie a sus respectivas familias en sus oficios de antaño. Lo hicieron mientras sus rostros, de manera involuntaria, parecían rejuvenecer, les brillaban los ojos de emoción y embravecían sus voces al recordar los esfuerzos realizados. Después, de manera titubeante, incluso tímida, los que estaban de oyentes, comenzaron a hablar entre ellos y a mostrar cada uno su situación: de donde venían y en qué habían trabajado. Empezaron sin darse cuenta a intercambiar información. El contacto que le faltaba a uno, lo tenía el otro. El desconocimiento de un aspecto concreto, lo complementaba el compañero de al lado. Y cuando surgía alguna duda de cómo desarrollar una idea expuesta, el nutrido grupo de sabios abuelos salía al rescate con una idea real, a la par que brillante. Los padres empezaron a ayudar a los hijos, y los hijos a los padres. El desconocido se convirtió en conocido. Las desazones acumuladas en la mochila con la que cada uno entró en aquel local, de menos a más se fueron transformando en pedacitos de esperanza y de renovada ilusión. El túnel seguía estando ahí, pero ya no era tan tenebroso, a cada tramo se le había impuesto un puntito de luz, de ilusión, de dignidad.
El político, ajeno a todo y a todos, a la mañana siguiente volvía a repetir la bonita, rimbombante y manida frase de «la mejor política social es la política que crea empleo», pero cuando ellos, los desempleados de aquel barrio la escuchaban, ya no la creían, porque después de mucho tiempo esperando, y cuando estaban al borde de la desesperación, su futuro lo habían depositado en la base de la pirámide, en la ayuda mutua, en el codo con codo con su vecino, con su conciudadano. Habían comprobado que las sinergias de las que se contagiaban unos con otros estaban dando sus resultados. Verdaderamente, estaban creando posibilidades reales para poder trabajar. Habían entendido que ellos sí eran los realmente culpables, en un porcentaje considerable, de que bajasen las malditas cifras del paro, porque si algo tenían, lo habían conseguido ellos, entre ellos, reinventándose, cambiando incluso de profesión, dejándose aconsejar por la experiencia de los mayores, agarrándose al impulso de los jóvenes y echando el resto en cada iniciativa por loca que esta fuese. No es que todo lo proveniente de la política tuviese el calificativo de inútil, esa no era la cuestión -aunque se echaban de menos mayores ayudas y menos recortes-, pero los trabajos que comentaban a pie de calle y que se estaban consiguiendo para las gentes del barrio, se habían logrado interactuando unos con otros, gracias al poder de la propia sociedad.
Días más tarde de aquel tumulto de ideas y proyectos e intercambio de información, nuestro particular ciudadano anónimo en paro se dirigió a casa, como de costumbre pasadas las ocho de la tarde. Llegó a su portal, miró el buzón, y sus ojos se toparon con una carta sellada por una entidad bancaria. La abrió con manos temblorosas y sí, era el esperado recurso de embargo producto de la imposibilidad de haber atendido las tres últimas cuotas del pago de la hipoteca. Se guardó la carta en el bolsillo de la camisa, pegadita a su inseparable libreta, últimamente llena de ideas y proyectos. Entró en su tranquilo hogar y se sentó en el sofá, sin mediar palabra. El modesto salón parecía haber enmudecido con su presencia, cogió el mando de la televisión y de un clic apagó la emisión, en ese momento, paradojas de la vida, hablaba el Presidente del Gobierno. Giró su cabeza hacia sus tres niñas y mujer, que lo notaban particularmente extraño, las miró fijamente, y con los ojos vidriosos, esforzándose para no romper a llorar, les dijo: «familia, tengo trabajo…»

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