Terror de hojalata

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FRANCISCO GUARDIA MARTÍN

Antes de que los autómatas desarrollaran sentimientos y los androides soñaran con ovejas eléctricas la Navidad de 1943 regaló a los niños motrileños un inquietante personaje que añadir al Olimpo de nuestros héroes. No recordaba la fecha pero gracias a la erudición en este campo de Antonio Esteban Lirola, que así lo ha dejado escrito, puedo revocar los desconchones de la memoria. En realidad era un robot de acero pero logró oscurecer a su creador el Doctor Satán y al “bueno” de la película, un tal Bob Waine que actuaba enmascarado con el alias de “El Cobra”. Como mis coetáneos adivinarán me refiero al “Tanque humano” de “El misterioso doctor Satán”.

Muchos, entre los que me incluyo, ni siquiera llegamos a ver la película de marras, pero sí a admirar sus “cartelillos” y programas de mano, oír embobados a los que habiendo sido espectadores contaban después el argumento y leer los tebeos que se publicaron al calor del éxito del film adaptando el guion, e incluso coleccionar unos cromos en ingenuo estilo naif y unos desvaídos tonos pastel que no tardaron en salir al mercado. Con esos elementos se suplía el infortunio de no haber podido pasar por taquilla el día de la proyección.

En virtud del nuevo icono, en nuestros juegos al grito de Tarzán y los mandobles con espada imaginaria -o, con suerte, de palo- aprendidos en las viñetas de “El Guerrero del Antifaz” que comenzaba a cabalgar por aquellas calendas, se unió la imitación de los robóticos movimientos del engendro del enloquecido doctor, encaprichado en dominar los Estados Unidos con un ejército de hombres de acero del que el aparecido en la película sería el prototipo. Caminábamos así,  bamboleándonos como zambo con orquitis, al tiempo que las manos imitaban la tenaza de que estaba provisto, persiguiendo al resto de nuestros amigos que fingían huir aterrados.

Con la facultad de los niños para encontrar parecidos imposibles, siempre identifique al cacharro del doctor Satán con una esquemática pintura mural que adornaba la pared exterior del bar “Gasógeno”  y representaba precisamente un gasógeno cilíndrico de los que en la época se adaptaban a los automóviles, con piernas y brazos que le daban cierto aspecto humanoide. Estaba aquel bar cerca de la alhóndiga, quizá en la esquina de la avenida San Agustín con el callejón que va hacia la plaza de Bellido. (De buena gana se admiten rectificaciones).

Las secuelas del monstruo fueron numerosas en la literatura popular del momento. Recuerdo en novela -tuvo también su versión “tebeística”- el monstruo de acero construido por el belga Zenker, sabio sin escrúpulos al servicio del capitán Alifax en la serie “El vengador del Mundo” debida a la pluma de Fidel Prado, un todoterreno de las novelillas de kiosco, y en tebeo la historieta que un jovencísimo Miguel Quesada escribió para la colección “la Pandilla de los Siete” y que con dibujos de Manuel Gago nos tuvo en vilo a los críos de la época durante tres semanas con las peripecias de un científico loco -como mandaba la tradición pulp- y su artilugio mecánico.

El final de estos monstruos era siempre su violenta destrucción acompañada de la muerte del creador, lo que tiene la virtud de evitar la tentación de segundas partes; una destrucción carente de épica, pues el del doctor Satán caía por un balcón descuajaringándose en el suelo rocoso y el de los tebeos de la Pandilla acababa precipitándose por un barranco en el camión que lo transportaba. Siento no conservar en la memoria el final, seguro que igualmente prosaico, del nacido del caletre del buen Fidel Prado.

Recordar por último que también los guionistas y dibujantes de tebeos humorísticos crearon autómatas, como los que pululaban por los cuadernillos de Narizán, un monigote tarzanesco de la editorial Marco.

Hoy aquellos ingenuos y patosos monstruitos de lata apenas nos provocan una sonrisa de nostalgia.

Dedicado a Antonio Esteban Lirola, memoria viva del cine en Motril.

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